Fuck the EU! ¡No a la guerra imperialista!

Fuck the EU! Tal fue el exabrupto de la alta funcionaria del Departamento de Estado, la siniestra Victoria Nuland, proferido en febrero de 2014, pocos días antes de que una insurrección armada en Kiev derribara el gobierno de Yanukovich y frustrara el acuerdo entre la Unión Europea (UE) y Rusia para la convocatoria de unas elecciones anticipadas y la salida consensuada de la crisis política ucraniana. El resto de eventos es tristemente conocido: el nuevo régimen del Maidán acabó de rehabilitar el banderismo y empujó a Ucrania hacia la OTAN, provocando una reacción de la parte rusófila del país, la guerra civil y su posterior conversión en una guerra proxy a gran escala entre la OTAN y Rusia.

Era entonces, hace más de una década, un tiempo en que aún podía pensarse que la contradicción entre la UE y Estados Unidos tenía un rol significativo en el devenir de los acontecimientos mundiales, que la UE realmente representaba la potencialidad de unos alineamientos internacionales, por más imperialistas que fueran, diferentes a los que propugnaba el atlantismo y los Estados Unidos. Ese tiempo ya pasó. Hoy una nueva ola de histeria belicista recorre la UE. Ninguna novedad, salvo tal vez la desvergüenza con que sus promotores, todo el establishment político y mediático de la UE, tratan de convencernos de que seguir al dedillo la política de los funcionarios yanquis que antaño maldecían a la UE es ahora la quintaesencia del europeísmo y de la autonomía estratégica respecto a Estados Unidos. El proletariado revolucionario no tiene ningún interés por rescatar al engendro imperialista nonato del europeísmo, cadáver que yace, junto con cientos de miles más, entre el barro de las trincheras del Donbás. El proletariado revolucionario sí está interesado en que al menos sus explotadores no le tomen por imbécil.

Europa y la gran estrategia imperial yanqui

Sin duda hoy el bloque atlantista padece una importante crisis política. No obstante, para entender su verdadero origen y fisonomía debemos alejarnos del shock mediático inducido con el que tratan de atontarnos para tomar, por el contrario, perspectiva histórica y estratégica. Más allá de mistificaciones chovinistas sobre el milenario sueño europeo, el europeísmo como proyecto concreto de construcción política nace en unas circunstancias históricas muy determinadas. Ciertamente, la destrucción provocada por la Segunda Guerra Mundial es fundamental para entender el europeísmo, pero si sólo nos atenemos a este marco general no dejamos de estar ante otra mistificación para embellecerlo como supuesto proyecto de paz. Lo cierto es que antes de que se produjera la Declaración Schuman de 1950 y se acordara la Comunidad Europea del Carbón y el Acero en 1951, celebrados como actos fundacionales de la UE, una serie de decisiones y procesos fundamentales ya se habían tomado y estaban en marcha. La reconfiguración de la dinámica económica entre Estados Unidos y Europa con el Plan Marshall, la negativa estadounidense a una Alemania unificada, neutral y desmilitarizada y la consiguiente Guerra Fría, así como la formación de la OTAN en 1949, conforman el verdadero marco político concreto que precede y en que se incuba el proyecto europeísta. Es decir, la hegemonía yanqui siempre fue la premisa del europeísmo realmente existente.

A finales de la década de 1940 Europa yacía en ruinas, con sus viejos imperios exhaustos o totalmente derrotados. Por el contrario, Estados Unidos no sólo estaba intacto, sino que la guerra le había reportado enormes beneficios, representando ahora la mitad de la economía mundial y con una clara primacía militar (a su indiscutida superioridad aeronaval se unía entonces el monopolio atómico). A su vez, los horrores de la barbarie imperialista, que a la guerra había sumado la ocupación y el genocidio fascistas, habían otorgado un prestigio sin precedentes al movimiento comunista y a la Unión Soviética. El Estado soviético, aunque exhausto y duramente golpeado, había sobrevivido victorioso a la prueba de la guerra y sus tropas acampaban en el centro de Europa. Su extrema debilidad, así como la palpable amenaza existencial de la revolución proletaria, es lo que hizo que las burguesías europeas se sometieran de grado al poder sin precedentes de los Estados Unidos. Este conjunto de circunstancias permitió que durante unas décadas el imperialismo yanqui se convirtiera en capitalista colectivo mundial, alrededor del cual se cohesionaron los viejos imperios europeos. Washington fue capaz de adoptar decisiones que iban más allá de la máxima rentabilidad inmediata de tales o cuales capitales estadounidenses, e incluso podían implicar el sacrificio momentáneo de esa rentabilidad inmediata, en aras de estrategias a largo plazo. No es este el lugar para detallar la historia de estas decisiones ni ahondar en las interesantes implicaciones teóricas que emanan del hecho de que el imperialismo alcanzase su probable cénit histórico desde la negación consciente de algunas tendencias espontáneas básicas del capital. Tampoco lo es para detallar cómo el revisionismo acabó por malograr el prestigio del comunismo, entre otras cosas, por ser incapaz de igualar al imperialismo en esta faceta. La cuestión es que Europa se convirtió en el foco prioritario de esta actividad de gran alcance estratégico por parte del imperialismo yanqui. Principal área industrial del globo, aparte de las superpotencias enfrentadas, y con poderosos movimientos obreros, su decantación por cualquiera de los bandos decidiría el destino de la Guerra Fría. Es este contexto el que permitió levantar el bienestar social europeo, peaje necesario para frenar al proletariado revolucionario, así como uno de los pilares del soft power imperialista durante la anterior Guerra Fría.

Por otro lado, Estados Unidos tomó el relevo geopolítico e intelectual del anterior poder hegemónico, el imperio británico. Auténtica fase superior del imperialismo anglosajón, los estrategas estadounidenses desarrollaron las teorías del heartland pergeñadas por los padres británicos de la geopolítica, adoptando su misma gran estrategia, pero dotada de un carácter aun más global e intervencionista. El concepto siguió siendo esencialmente el mismo: evitar la emergencia de un poder articulado en Eurasia, con la potencialidad de movilizar coordinadamente los enormes recursos de la principal masa continental del planeta, es la premisa de la hegemonía de la potencia basada en las islas exteriores. La aplicación de este concepto estratégico para Europa no se despegó un milímetro de las inquietudes que movían a Mackinder a principios de siglo: evitar a toda costa el entendimiento entre Alemania y Rusia. La cooperación entre estas dos potencias, que integrara el tecnológico e intensivo capital alemán con la masa y los recursos rusos, sentando la base de ese poder euroasiático, ha sido siempre la pesadilla de los estrategas anglosajones. Ahí ha estado siempre la posibilidad de una autonomía estratégica europea. Ésa es la razón geopolítica que llevó al rechazo de una Alemania neutral y sin tropas extranjeras, que en el contexto de 1945 los estadounidenses temían que pudiera girar demasiado hacia la izquierda, llevando naturalmente a posiciones amistosas hacia la URSS. Ésa es la idéntica razón geopolítica, con una correlación de clases global totalmente diferente, de la incondicional hostilidad de las diversas administraciones estadounidenses, algo que hermanaba a Trump y a Biden, hacia el Nord Stream 2; hostilidad que no cejó hasta terminar con el gaseoducto hecho pedazos en el fondo del Báltico. Por cierto, la reintegración en el concierto europeo de una Alemania remilitarizada y con su aparato nazi apenas blanqueado en la década de 1950, promovida principalmente por Estados Unidos, servía no sólo como primera línea militar contra el bloque soviético, sino también a los motivos de disciplinar al resto de burguesías europeas, que ahora tenían otra buena razón para preferir la permanencia de la máquina militar yanqui en el continente como mal menor ante la certidumbre de un reinicio de la competencia bélica inter-estatal y la perspectiva de otra hegemonía germana. A este respecto, valga una pequeña nota para señalar que los pueblos del sur de Europa tienen todavía muy fresca en la retina la experiencia de lo implacable que puede ser el soberano Diktat de la muy europeísta burguesía financiera alemana…

En cualquier caso, esta estrategia es inseparable del papel como capitalista colectivo del apabullante poder yanqui, que estableció el marco de acuerdo y cohesión común entre las distintas burguesías europeas y se erigió como árbitro último entre ellas, amortiguando la agudización de una competencia inter-estatal (que el mismo Estados Unidos había resituado como una posibilidad con su política alemana), a la par que suministraba la fuerza decisiva frente al enemigo de clase común. En definitiva, la impotencia, la desconfianza mutua y el terror hacia el enemigo de clase fueron los nada edificantes cimientos del proyecto europeísta. Con el tiempo y por gracia de esa fuerza negativa estratégica del imperialismo yanqui en su momento de esplendor, estos mimbres decantaron en una entidad material positiva. Económicamente, hemos asistido a la progresiva centralización del capital financiero euroatlántico en Wall Street, su cada vez mayor entrelazamiento y la creciente participación de fondos multinacionales en los grandes monopolios europeos. Esta materialidad ha cuajado también como un mastodóntico aparataje político-ideológico y militar. Éste se expresa, por un lado, en las docenas de think tanks y ONG, en los que hacen carrera miles de plumíferos por todo el continente y cuyos tentáculos se internan profundamente en lo más íntimo de los mentideros políticos, mediáticos y académicos europeos. Por el otro, tiene el foco también en las fuerzas conjuntas de la OTAN, escuela de aceptación espontánea de la primacía yanqui entre la oficialidad europea, o con los diversos Gladio, de los que la opinión pública, dominada por esos think tanks, no ha vuelto a hablar desde que Andreotti confesara su existencia hace ya varias décadas. El atlantismo no es sólo una alianza de potencias al viejo estilo, sino también una estructura imperial transnacional, con centro en Washington, pero que, a diferencia de la UE, sí ha conseguido integrar en una estructura operativa coherente (de la que precisamente la UE es sólo un organismo más dentro de un sistema de organizaciones más amplio) a sectores decisivos de las burguesías de la orilla oriental del Atlántico Norte.

La guerra de Ucrania y la crisis del bloque atlantista

Como ya hemos explicado en otras ocasiones, desde el punto de vista geopolítico el origen de la guerra en Ucrania está en la hubris de borrachera unipolar de esos locos años 90. Ya entonces el polaco-estadounidense Brzezinski, mentor del yihadismo afgano, explicitó los planes imperiales yanquis: conquista atlantista de Kiev, que simultáneamente impediría cualquier recuperación de Rusia, eliminándola definitivamente del plantel de grandes potencias, y desplazaría el centro de gravedad política del viejo continente desde Bruselas a Varsovia. Eso es básicamente lo que se está decidiendo en esta guerra imperialista, que empieza a dibujar resultados concluyentes. Desde el punto de vista de los objetivos maximalistas de Washington, Rusia, no sin problemas y pagando un enorme precio, parece ser capaz de resistir el embate de la guerra proxy de la OTAN, demostrando que es un gran poder imperialista que puede castigar severamente a los vecinos que tomen un rumbo decididamente hostil contra ella, por más aliento que puedan recibir desde el Atlántico Norte (un cálculo que seguramente ha influido en el menor entusiasmo mostrado por las clases medias de Tiflis en el último intento de revolución de colorines a finales del pasado año). Por el contrario, en cuanto al programa mínimo de establecer una cuña de profunda hostilidad entre la UE y Rusia el éxito atlantista no puede ser mayor. Se han debilitado enormemente los vínculos económicos entre Alemania y Rusia y las más bajas pulsiones del supremacismo rusofóbico europeo se han activado sanguinariamente, con todo el establishment europeísta, mediocres parodias posmodernas de Churchill, cuando no del Führer, convocándonos en cruzada a repeler a las hordas asiáticas que amenazan su jardín.

Este histerismo no es nada nuevo desde 2022, como tampoco lo es la estrategia estadounidense. El circo mediático de las últimas semanas sobre la supuesta ruptura entre Estados Unidos y la UE carece de sustancia. Precisamente, nada hay en la política de Trump que sugiera ruptura respecto a la geopolítica imperial de Estados Unidos para Europa. Tampoco hay nada en la reacción europeísta que la contradiga. La exigencia de mayor gasto militar europeo es una constante desde la época Obama y el Pivot to Asia: el decreciente poder relativo estadounidense requiere un trasvase de fuerzas frente a China que correlativamente exige un mayor protagonismo del flanco europeo del atlantismo en el enfrentamiento con Rusia. Este aumento del gasto militar se vincula explícitamente con las exigencias de que los europeos carguen aún más con los costos de la OTAN. La dirección anti-rusa de la UE, en fin, no sólo se mantiene, sino que se profundiza hasta niveles demenciales. Y es que no puede ser otro el calificativo que le cabe al monólogo caníbal de los Macron, Sánchez o von der Leyen acerca del envío de tropas europeas a Ucrania, algo que pondría a la humanidad en las campanadas para la Medianoche. Igualmente, la palabra circo encaja como un guante para describir toda la cháchara europeísta de las últimas semanas sobre la autonomía estratégica respecto a Estados Unidos, en un desafío que consiste… ¡en hacer exactamente lo que los yanquis exigen que se haga! Valga señalar que para tener algo de sustancia como concepto político concreto, la autonomía estratégica debería implicar algún tipo de estrategia diferente, autónoma, respecto a la que hasta aquí se venía aplicando. Del mismo modo, supondría buscar otros puntos de apoyo y otras asociaciones diferentes de las actuales, con los que sustanciar tal nueva estrategia. En última instancia, como ya hemos adelantado y como saben muy bien los estrategas atlantistas, en la realidad concreta esa autonomía hubiera implicado una reorientación amistosa de la política hacia Rusia.

La actual crisis que se vive en el seno del bloque atlantista no se explica por una ruptura entre Estados Unidos y la UE. La crisis en su raíz es, en realidad, social y política y sólo desde ahí alcanza entonces ramificaciones geopolíticas. En realidad es la crisis del modelo de acumulación instaurado durante la unipolaridad. Es una crisis que se arrastra ya desde 2008 y que es crecientemente difícil de sostener. Es la consecuencia de la proletarización de amplios estratos medios que formaban la base sociológica del imperialismo atlantista. También es la consecuencia de la creciente dificultad que el capital financiero occidental encuentra para campar a sus anchas por el mundo, ante la emergencia de nuevos poderes imperialistas. El malestar social interno y las demandas de una burguesía que nota cómo pierde la competencia contra unos pares que hasta hace poco despreciaba han acabado por generar una profunda fractura en el seno de la clase dominante dentro del bloque euro-atlántico.

La segunda presidencia de Trump expresa lo profundo de esta fractura y señala que hoy el epicentro de la crisis política del bloque se encuentra en el núcleo imperial. Por supuesto, sus disensiones nada tienen que ver con la paz o con la libertad. El apoyo redoblado al genocidio en Gaza y el reinicio de los bombardeos sobre Yemen, por un lado, o el golpe de Estado en Rumanía, por el otro, son una muestra de que el debate realmente versa sobre con quién hacer la guerra y sobre qué fracciones de clase y escalones subalternos de la cadena imperialista hacer recaer los costes de la reestructuración. Por un lado, una facción se aferra a la declinante inercia del hegemonismo unipolar, cada vez más en conflicto con la realidad. A día de hoy son paradójicamente más fuertes en Bruselas que en Washington. Aunque muestran un gran desparpajo posando con el Wolfsangel, mantienen cierta filiación formal con el discurso de la ecúmene liberal que prometía el hegemonismo yanqui. Como nostálgicos de la unipolaridad, su ala maximalista sueña con restaurarla y restablecer el mundo como indisputado campo de saqueo para el capital financiero occidental, lo que sólo es posible mediante una gran guerra que disloque a los poderes imperialistas emergentes. Este sector piensa que, si se persevera en la presión en Ucrania, el Estado ruso pueda acabar quebrando y proclama abiertamente que ello crearía las mejores condiciones para la verdadera batalla contra China. Su ala más realista, si bien cada vez alberga menos ilusiones sobre la posibilidad de derrotar a Rusia en el campo de batalla, considera que la prolongación de la guerra en Ucrania sirve a sus intereses como medio de cohesión interna y estabilización del bloque, alterando lo menos posible su estructura y equilibrios internos, en la clásica maniobra de desviar la crisis interna hacia un enemigo exterior. La facción trumpista, por su parte, se presenta cada vez más vigorosa. No sólo ha canalizado la indignación social de amplios estratos medios proletarizados, defraudadas las ilusiones social-reformistas de principios de la década de 2010 (algo que venimos advirtiendo desde hace algunos años y que subrayábamos al señalar la lógica histórica del social-fascismo), sino que parece contar cada vez más con la aprobación de un sector decisivo de la gran burguesía (véase la reconciliación con Trump de los magnates big tech), lo que la sitúa en posición de ser la protagonista de una nueva reestructuración interna de régimen. Aunque comparte la caracterización de China como el enemigo principal, esta facción advierte lo peligroso y falto de perspectivas del juego del establishment liberal tradicional. Reconoce la decreciente capacidad de Estados Unidos para ejercer el rol de capitalista colectivo global. En consecuencia, dada la urgencia de la crisis social doméstica, más que especular a nebulosas victorias globales, apuesta por el nation first, por volver a cohesionar la base social de la propia nación mediante la imposición de costes inmediatos sobre los eslabones de la cadena imperialista en que se mantiene la hegemonía. Además de en la desvergüenza anexionista y el recrudecimiento de las guerras arancelarias, esto se refleja domésticamente con el auge de las formas más desembozadamente racistas de nacionalismo y el consiguiente recrudecimiento de la represión y la explotación sobre los sectores más hondos del proletariado. En este sentido y ya emancipada de caretas liberales, esta facción se encuentra cómoda jaleando la guerra racial de la que el sionismo es punta de lanza (nada que, en un punto de consenso clave, no apoyen genocide Joe y los europeístas). Precisamente, el debilitamiento de Hezbolá y el derrumbe del baazismo sirio han generado las mejores condiciones en dos décadas para el ansiado ajuste de cuentas definitivo con Irán. Esta guerra, por más peligrosa que sea, ofrece unas posibilidades de éxito y un campo de expolio más alcanzables que el sueño nihilista de aplastar a una superpotencia nuclear. No en vano, tanto Putin como Trump reconocen que Oriente Medio está siendo uno de los puntos tratados en sus conversaciones sobre Ucrania.

Por supuesto, las facciones enfrentadas abrazan consensos clave. Acabamos de señalar el cierre de filas común en torno al sionismo. En términos domésticos, no se debate que el proletariado, directamente y a través de su salario indirecto, cargará con los costes fundamentales de la reestructuración. Tampoco se discute que a la aristocracia obrera le aguarda otro importante adelgazamiento. Nadie pone en cuestión la consigna lanzada por el Financial Times: from welfare state to warfare state. Ausente la amenaza revolucionaria que antaño forzó las concesiones sociales, la puntilla al bienestar está servida. En este sentido, ni siquiera hay controversia respecto a que Europa pagará un precio especial en la reestructuración del bloque: además de la carrera de armamentos contra Rusia, que todas las administraciones estadounidenses han exigido, la decadencia industrial de su bastión alemán, que Trump sólo busca acelerar, ya venía intensificándose con la guerra tan entusiastamente impulsada por Biden.

En cuanto a la guerra de Ucrania, es difícil de concebir una paz sólida en las actuales circunstancias. Ni siquiera está claro que vaya a haber una tregua o un armisticio duradero y podemos adivinar la resistencia y los intentos de sabotaje por parte del sector atlantista más recalcitrante, fortificado en la UE. Estos intentos pueden generar peligrosas crisis que descontrolen la guerra por interposición, llevándola a un conflicto directo de una escala aún mayor. La fecha de finalización de la guerra puede ser una cuestión de la máxima importancia desde el punto de vista político de la correlación entre diversas facciones imperialistas, tanto dentro como fuera del bloque atlantista. Es, desde luego, una cuestión existencial para los proletarios que son secuestrados y enviados al matadero. No tiene tanta importancia desde el punto de vista histórico de la gran estrategia del imperialismo yanqui. La guerra ya ha generado una profunda hostilidad entre la UE y Rusia. La primera está intoxicada por su propia rusofobia y la segunda ha sufrido muchas bajas a manos del armamento europeo enviado a los banderistas. La guerra puede continuar un tiempo con una mayor implicación de la UE que pueda compensar en parte el suministro yanqui (que, de todos modos, a fecha de hoy sigue fluyendo hacia Ucrania, junto a la crucial información de inteligencia, tras sólo unos pocos días de pausa oficial). El conflicto puede también congelarse, lo que con absoluta certidumbre dejará paso a una guerra fría, con toda su hostilidad y una intensa carrera de armamentos, entre la UE y Rusia. Para Trump todos ellos son resultados aceptables y que no se apartan de los amplios márgenes del gran juego de Washington: imposibilidad de la emergencia de una gran potencia euroasiática y estrechamiento del margen de maniobra de los poderes enfrentados. Precisamente, la permanencia del enfrentamiento con Rusia es en sí mismo un amortiguador de las amenazas a la cohesión del bloque atlantista que emanan de la orientación nacionalista de Trump.

Ni europeísmo, ni soberanismo: internacionalismo proletario

En cualquier caso y junto a esos poderosos consensos, que mantienen fuera de todo cuestionamiento el régimen social, lo que se ventila en la crisis del bloque atlantista es la reestructuración del régimen político interno de los Estados imperialistas que lo componen. En beneficio de quién se recompondrá la cohesión social y quién pagará sus costes. Qué andamios ideológicos e institucionales darán sustento a la nueva fisonomía que deberá adoptar del orden burgués. Que el debate interno se vincule inmediatamente con cuestiones de política exterior y geopolítica es otro síntoma de agudeza de la crisis, que se resiste a ser gestionada mediante compartimentos estancos, técnicamente, al modo normal de la rutina ministerial.

De hecho y como nuevo indicativo del origen interno de la crisis, seguramente quien más contribuyó a convertir la política anti-rusa en una discutible cuestión de partido fue el establishment liberal, al usarla, a través del Russiagate, como principal argumento para impugnar la legitimidad de la primera victoria de Trump. En este sentido, una de las formas mistificadas que expresan el enconamiento de este enfrentamiento intestino burgués y por las que trata de explicarse (y reproducirse) a sí mismo es a través de la supuesta antítesis entre el globalismo y el soberanismo, fórmula acomplejada y políticamente correcta esta última mediante la que los políticamente incorrectos y sin complejos designan a su nacionalismo. Sin embargo y paradójicamente, el propio trumpismo adopta igualmente esa forma de corriente internacional, con características distintivas reconocibles e imitaciones en miniatura del caudillo carismático, que se multiplican como hongos en la mayoría de países cubiertos por la hegemonía estadounidense. Que las vivas personificaciones del globalismo como Zuckerberg, Bezos o Musk se pasen a las filas del trumpismo o incluso se conviertan en ejecutores directos de sus políticas soberanistas es una muestra más de lo espurio de esta contraposición, y en general de toda teoría que trata de oponer el imperialismo al Estado-nación. Las perspectivas que se abren ante el continente europeo demuestran la complementariedad imperialista de estos supuestos polos antagónicos y su funcionalidad a la gran estrategia del hegemonismo yanqui. De este modo, la lógica nacionalista del soberanismo sólo puede conducir consecuentemente a reactivar la competencia inter-estatal entre las burguesías europeas, a la lucha por no ser la víctima propiciatoria de la imposición de costes sobre el siguiente eslabón subsidiario de la cadena imperialista. En un mundo donde las rapaces europeas cada vez ocupan un espacio menor, la posibilidad de agudización de estas luchas intestinas, en el fondo, no hace sino re-legitimar el papel del gran padre de Washington como árbitro último del concierto europeo. La forma en que los globalistas de Bruselas promueven este rearme, la única políticamente posible, a través de los ejércitos nacionales europeos, va en esta misma dirección, ejemplificada en la suprema ironía de que el resultado más plausible del griterío belicista de Macron será que Francia vuelva a tener como vecino a un gran ejército alemán. Igualmente, los soberanistas trumpistas europeos, demostrando que no son sino otra correa de transmisión del mismo imperialismo, legitiman perfectamente ese mismo rearme. Lo que los globalistas de Bruselas claman como necesidad frente al gran enemigo ruso, los soberanistas lo ven imprescindible frente al pequeño enemigo nacional de turno, que, por ejemplo, en el caso del Estado español vendrían a ser los marroquíes. Siguiendo la farsa de los europeístas, los soberanistas lanzan el mismo desafío a sus rivales… ¡hacer exactamente lo que esos rivales demandan! De nuevo, el debate está como mucho en qué grupo de industriales se beneficiará de los contratos para producir este armamento necesario frente al enemigo externo. Asimismo, el debate se centra en cómo conceptualizar la inevitable persecución del enemigo interno: “populistas pro-rusos” o “islamo-izquierdistas woke” parecen ser las opciones. El hecho de que los proletarios conscientes podamos ser encajados perfectamente en cualquiera de los perfiles es una nueva muestra del escaso recorrido del debate desde el punto de vista del proletariado y de la similitud de lo que, en cualquier caso, ambas facciones reservan para nuestra clase.

La pugna intestina entre facciones de la burguesía sólo evidencia la impotencia de nuestra clase, que nada tiene que ganar de la victoria de los liberal-azovitas sobre los libertarianos-nativistas o viceversa. Ninguno de ellos propone nada que no sea un empeoramiento de las condiciones de vida y explotación del proletariado y una reducción del campo de juego político permitido. Tampoco ninguno de ellos propone más que diferentes vías para llegar a la misma guerra mundial (insistimos en que todos están de acuerdo en que el último eslabón en la cadena de enemigos externos, tras Rusia o Irán, es China). Guerra y fascismo o fascismo y guerra, tales son las opciones en el menú y el riguroso orden de los platos. Que las temerarias maniobras belicistas de los atlantistas europeos hagan necesario poner en primer plano en este momento la denuncia del engendro europeísta no debe llevar a los proletarios conscientes a transigir con sus supuestos rivales soberanistas. De hecho, el europeísmo, versión regional de esa gran conspiración globalista, aunque es una amenaza desde el punto de vista de la gran lucha de clases por su capacidad para detonar inmediatamente una guerra mundial, tiene ya escaso prestigio entre la vanguardia. Lejos quedan los tiempos en que oportunistas y revisionistas abrazaban unánimemente el chovinismo y el exclusivismo supremacista y autocomplaciente del jardín europeo y proclamaban su propia Europa, adjetivada a gusto de la fracción de clase a la que buscaban colar su mercancía: Europa de los trabajadores, de los pueblos, etc. Sólo unos pocos oportunistas, para más señas con sillón europarlamentario y resucitados por la estulticia oportunista de Sumar (igual que antes su propia estulticia oportunista consiguió resucitar al PSOE), son capaces de seguir hablando, aunque tímidamente y sin mucha convicción, del supuesto “ADN anti-fascista de Europa”. No hará falta insistir por nuestra parte en que si algo está en los genes del engendro europeísta no es otra cosa que el más descarnado anti-comunismo. En los estertores de su decadencia, la supuesta Europa de la paz ha acabado gritando Wiederaufrüstung!, “¡rearme!” en buen alemán. En su estadio final, la Europa de los valores humanistas, supuesta alternativa al militarismo yanqui, ha acabado siendo el más seguro fortín de la OTAN, demostrando que nunca pudo trascender su naturaleza como organismo del hegemonismo yanqui.

Sin embargo, no se piense que este desprestigio del imperialismo en su versión europeísta iba a impulsar a nuestros revisionistas hacia posiciones independientes de clase, cuando pueden, una vez más, dejarse arrastrar por la corriente ideológica hegemónica de turno. En cierto modo, el espantajo del globalismo no es sino el reflejo en la conciencia espontánea de la solidez y centralización alcanzada por ese capital financiero transnacional que ha medrado bajo la hegemonía yanqui. Por supuesto, ante la personificación de una clase burguesa internacional lo último que se les iba a ocurrir a los revisionistas era oponerle una clase revolucionaria internacional. ¡Faltaría más! Espectro político en grado extremo de descomposición, un grupo nutrido de revisionistas europeos han preferido correr tras los neofascistas, anteponiendo las identidades étnicas y nacionales a la clase y asumiendo realista y responsablemente que el carácter internacional de nuestra clase es un “problema” y que el Estado burgués es un actor legítimo para el tratamiento de tal “problema”. Social-chovinistas irredentos, nunca dejarán de postrarse ante cualquier versión del exclusivismo que la hegemonía burguesa circundante les ponga enfrente, ayer la europea, hoy la más estrechamente nacionalista.

En un mundo que se sume en la barbarie a un ritmo vertiginoso es más necesaria que nunca una alternativa proletaria independiente, por definición, revolucionaria e internacionalista. Si a nivel de agitación es urgente señalar el peligro inmediato que supone el militarismo del engendro atlantista europeo, en el plano de la propaganda en el seno de la vanguardia sigue siendo necesario redoblar la lucha contra la normalización de los prejuicios nacionalistas y la hegemonía del social-chovinismo. Desde el punto de vista político, en una época de agudización de las contradicciones inter-imperialistas y de ofensiva reaccionaria en toda la línea, cuando la propia burguesía en sus debates es incapaz de separar los asuntos domésticos de las cuestiones internacionales, la vanguardia marxista-leninista debe prestar especial atención a esta dimensión. Y no hablamos sólo desde el punto de vista teórico o del análisis de la realidad, sino de la oportunidad política de tejer redes de coordinación y solidaridad internacionalista en el seno de la vanguardia. Estas redes no sólo podrían ser un buen soporte táctico para las tareas estratégicas de reconstitución ideológica universal y de reconstitución del Partido Comunista en cada lugar, sino que, en una época en que la barbarie imperialista pone la guerra y el genocidio en el orden del día, podrían ser una garantía para la pervivencia de la vanguardia marxista-leninista y del horizonte de la Reconstitución.

Comité por la Reconstitución

22 de marzo de 2025