Oportunismo y feminismo:
breve historia de un matrimonio contrarrevolucionario

«Ningún criado puede servir a dos señores, porque aborrecerá a uno y amará al otro; o bien se entregará a uno y despreciará al otro.»

Lucas 16:13

«En estos tiempos de revolución, todos los partidos y poderes burgueses favorecerán la ideología feminista para impedir que las mujeres del pueblo trabajador se reúnan en torno a la bandera del comunismo para atacar al capitalismo y su Estado. Las concepciones feministas por las que los partidos burgueses solían poner el grito en el cielo son hoy en día atesoradas como una piedra basal del muro ante el que romperá la “oleada roja del bolchevismo”. (…) El feminismo debe servir para implantar y arraigar entre las más amplias masas de mujeres la fe supersticiosa en la democracia burguesa. El repentino amor pasional por los derechos de la mujer resulta ser, a la luz del día, un odio contra los derechos del proletariado revolucionario, una respuesta al miedo a su lucha por la libertad.»

Clara Zetkin


El feminismo que venía lleva tiempo entre nosotros. Ha conquistado el dudoso honor, o más bien privilegio, de llegar a ser parte del sentido común del sistema imperialista e insignia distintiva de su clase dominante. Hoy, entre las fracciones burguesas que participan del establishment, sólo la producción de plusvalía goza de un prestigio mayor que la perspectiva de género con la que los capitalistas de ambos sexos –y todos sus variopintos cortesanos, bufones y apologetas– se esmeran en reformar, esto es, reforzar y apuntalar, el decadente mundo que han construido a su imagen y semejanza. Por nuestra parte estamos orgullosos de mantenernos al margen de los consensos transversales de la burguesía imperialista. Combatir sus lugares comunes, por populares que sean y buena prensa que tengan incluso entre los medios marxistas, es un requisito indispensable para quien quiere hacer sitio a la revolucionaria concepción del mundo comunista y devolverla al lugar que debe ocupar: el de vanguardia del proceso social.

En cualquier caso, como demuestra la elocuente cita de Clara Zetkin que hemos situado encabezando nuestro artículo[1], el feminismo lleva al menos un siglo buscando un lugar bajo el sol negro del imperialismo. Lo encontró… y lo volvió a encontrar, de hecho, por llevar aún más tiempo tratando de combatir al marxismo revolucionario. Desde las filas feministas se ha repetido con suma frecuencia e insultante cinismo que entre la ideología revolucionaria del proletariado –el marxismo– y la ideología reaccionaria del movimiento femenino burgués –el feminismo– ha habido un “matrimonio mal avenido” o “infeliz”, un “curioso noviazgo”, “matrimonios y divorcios”, etc. Pero, si seguimos en el terreno de estas metáforas familiares, tendremos que decir que la verdadera relación tóxica –cuyas consecuencias ha sufrido el proletariado– es la bacanal antiproletaria en la que, históricamente, se han entrelazado desordenadamente el oportunismo revisionista y el feminismo.

No obstante, entre estos y el movimiento obrero revolucionario ha existido siempre el más absoluto de los antagonismos. Por eso, la verdadera relación entre marxismo y feminismo es una lucha literalmente a muerte entre dos ideologías tan destinadas a enfrentarse en guerra civil como las dos clases a las que cada una de ellas representa. Trataremos de demostrar, con algunas pinceladas históricas, lo irrefutable de la tesis que hemos adelantado en esta breve introducción.


I. La cuestión de la mujer: restituir el análisis marxista

El cierre definitivo del Ciclo de Octubre (1917-1989) ha creado unas condiciones completamente inéditas para el proletariado revolucionario: la magnitud de su derrota ha sido tal que, seguramente por primera vez desde que posee su particular concepción del mundo, “el análisis de clase ha caído en desuso” abrumado por un “dominio absoluto del pensamiento burgués”[2]… ¡incluso entre los sectores de avanzada de la clase asalariada!

En lo que concierne a la cuestión de la mujer –que como se reconocía aún hace algunas décadas, «no ha sido nunca la “cuestión feminista”»[3]–, este proceso de liquidación teórica ha sido especialmente flagrante. Tanto el enfoque como el vocabulario marxista ha desaparecido del proscenio del debate de vanguardia, quedando éste reducido casi exclusivamente a una patética disputa, irrelevante en la gran lucha de clases, por los matices, los adjetivos o las coletillas que se le apostillan –valdría decir: por las migajas que se le desprenden– a la ideología de la clase dominante. Evocando el imaginario popular contemporáneo, la escena se parece a aquella en la que dos ratas pelean por un churro… mientras el capital financiero posee el monopolio absoluto de las churrerías. Dejamos al lector que escoja la música de fondo. No en vano, en el caso particular que estamos tratando, la noción de feminismo ha devenido el enésimo significante vacío que todo el mundo quiere customizar para adecuarla a su singular identidad. Ya se sabe: “lo personal es político”… y la política se puede personalizar, como todo lo demás, al gusto del consumidor. Así se han propuesto, inventado y manufacturado mil fórmulas, a cada cual más rocambolesca, para recoger cada infinitesimal particularidad que exista en la supuesta “gran familia” de las mujeres: feminismo ilustrado, liberal, existencialista, radical, institucional, materialista, de la igualdad, de la diferencia, obrerista, teórico, político, cultural, socialista, negro, de clase, decolonial, proletario, antirracista, anarco, marxista, islámico, trans, queer, lesbiano, eco… Quien no es feminista es, en un sentido literal, porque no quiere: se necesita un verdadero esfuerzo volitivo para no verse arrastrado por la nutrida corriente. Se sabe también: ir contra la corriente es un principio del marxismo-leninismo.

En cualquier caso, este muy diverso –y aún más divertido– abanico de adjetivos, sólo comparable con la pluralidad de marcas que ofrece el consumo imperialista de mercancías, ha permitido construir el mito de que esta fenoménica apariencia es irreductible, lo que nos obligaría a enunciarla en plural: no habría otra cosa que un haz inasible de feminismos. Pero, como ocurre en el capitalismo moderno, plenamente instalado en su etapa monopolista, la diversidad que ofrece el mercado es sólo aparente, y detrás de la multiplicidad de coloridas etiquetas, una por marca, se suelen esconder los mismos fabricantes; en el caso del feminismo, su inagotable lista de epítetos –más larga que la de los títulos reales del más fanfarrón de los faraones– sólo es el artificioso plumaje que, aunque se pavonee, oculta a un animalillo mucho más vulgar e incapaz de volar: el movimiento femenino burgués. Veamos, pues, cuál es la naturaleza de este movimiento.


II. Capitalismo y mujeres en movimiento

Para ello, tendremos primero que preguntarnos, con el materialismo histórico, cuáles son las condiciones económicas y sociales que permiten la existencia de masas –en este caso, de mujeres– en movimiento. En El Capital, Marx disecciona el violento proceso histórico (“la llamada acumulación originaria”) que permite la emergencia del modo de producción capitalista. Para nuestros objetivos, bastará con citar el siguiente pasaje:

«Efectivamente, los acontecimientos que convierten a los pequeños campesinos en trabajadores asalariados y sus medios de vida y de trabajo en elementos materiales del capital crean al mismo tiempo a este último su mercado interior. Antes la familia campesina producía y trabajaba los alimentos y las materias primas que luego consumía en su mayor parte ella misma. Esas materias primas y esos medios de vida se han hecho ahora mercancías; el gran arrendatario agrícola los vende, y encuentra su mercado en las manufacturas. (…) sólo la aniquilación de artesanía doméstica rural puede dar al mercado interior de un país la extensión y la firme existencia que necesita el modo de producción capitalista.»[4]

Lenin nos ofrece una buena panorámica al respecto de la significación histórica que tiene la gran industria, forma típica de la producción capitalista, para el nuevo proletariado que es arrancado de la economía natural, patriarcal:

«La gran industria mecánica, concentrando masas de obreros que a menudo acuden de distintos extremos del país, no admite ya en absoluto los restos de relaciones patriarcales y de la dependencia personal, diferenciándose por una verdadera “actitud despectiva hacia el pasado”. (…) En particular, hablando de la transformación de las condiciones de vida de la población por la fábrica, es preciso advertir que la incorporación de mujeres y adolescentes a la producción es un fenómeno progresivo en su esencia. Indudablemente, la fábrica capitalista coloca a estas categorías de la población obrera en una situación particularmente penosa (…), pero sería reaccionaria y utópica la tendencia a prohibir por completo el trabajo de las mujeres y de los adolescentes en la industria o a mantener el régimen patriarcal de vida que excluía este trabajo. Destruyendo el retraimiento patriarcal de estas categorías de la población, que antes no salían del estrecho círculo de las relaciones domésticas, familiares; llevándolas a participar de manera directa en la producción social, la gran industria mecánica impulsa su desarrollo, les da mayor independencia, es decir, crea unas condiciones de vida que están incomparablemente por encima de la inmovilidad patriarcal de las relaciones precapitalistas[5]

Naturalmente, las hondas repercusiones que tuvo la aparición histórica del mercado nacional y –después– la gran industria capitalista encontraron también su eco en la burguesía. En las familias de esta clase, aunque las mujeres no se vieran arrojadas al Moloch del maquinismo capitalista, la economía doméstica se vio igualmente vaciada de contenido, lo que obligó a casadas y solteras a encontrar un nuevo quehacer que les proporcionara un sustento, completara los ingresos familiares o, simplemente, otorgara algún sentido a su nueva existencia socialmente parasitaria.[6]

«Las mujeres de la burguesía se encontraron, desde el primer momento, con una dura resistencia por parte de los hombres. Se libró una batalla tenaz entre los hombres profesionales, apegados a sus “pequeños y cómodos puestos de trabajo”, y las mujeres que eran novatas en el asunto de ganarse su pan diario. Esta lucha dio lugar al “feminismo”: el intento de las mujeres burguesas de permanecer unidas y medir su fuerza común contra el enemigo, contra los hombres. Cuando estas mujeres entraron en el mundo laboral se referían a sí mismas con orgullo como la “vanguardia del movimiento de las mujeres”. Se olvidaron de que, en este asunto de la conquista de la independencia económica, como en otros ámbitos, fueron recorriendo los pasos de sus hermanas menores y recogiendo los frutos de los esfuerzos de sus manos llenas de ampollas.»[7]

Así, en resumen, podemos decir con el Manifiesto que «la burguesía destruyó todas las condiciones feudales, patriarcales, idílicas (…) no dejando en pie, entre hombre y hombre, ningún otro vínculo que el interés desnudo, que el insensible “pago al contado”.»[8] La inmovilidad de la sociedad feudal vino a ser reemplazada por esta «conmoción ininterrumpida de todas las situaciones sociales, la eterna inseguridad y movilidad [que] distingue a la época burguesa de todas las demás. Todas las relaciones firmes y enmohecidas, con su secuela de ideas y conceptos venerados desde antiguo, se disuelven, y todos los de formación reciente envejecen antes de poder osificarse. Todo lo estamental y osificado se evapora, todo lo consagrado se desacraliza»[9], incluida la absoluta sujeción patriarcal de la mujer a la economía doméstica.

¡Caramba! Esta primera incursión que hemos hecho en el terreno ya viene a demostrar que la premisa fundamental de la ideología feminista sólo se sostiene, entre la vanguardia, por falta de oposición, es decir, por la mera incomparecencia de la mayoría de los que se reclaman del campo del proletariado comunista. Confiamos en que se nos disculpen los extensos fragmentos que hemos transcrito; pero es que, sólo ellos, ya demuestran el absurdo contrasentido sobre el que se erige la endeble ideología del movimiento femenino burgués moderno: como nos han enseñado los verdaderos marxistas a quienes hemos citado, el feminismo es, en rigor, un fenómeno histórico postpatriarcal, aunque sus adeptas –y aliados– crean combatir ese fantasmagórico sistema de opresión que, dicen, es el patriarcado. Irónicamente, contradiciendo este lugar común feminista, las mujeres –como el resto de las masas transformadas por la emergencia histórica del modo de producción capitalista– sólo se ponen en movimiento allí donde las relaciones patriarcales ya han perdido todo fundamento económico y sus restos políticos e ideológicos, más o menos vigorosos, están llamados irremisiblemente a desaparecer.[10] Pues, como nos recuerda Zetkin, «la cuestión femenina sólo existe en el seno de aquellas clases de la sociedad que a su vez son producto del modo de producción capitalista» aunque «presenta distintas características según la situación de clase de estos grupos»[11]. En otras palabras: el feminismo es la ideología reaccionaria que trata de integrar al movimiento de masas de las mujeres, producto estrictamente capitalista, en la sociedad burguesa.[12] Y este movimiento femenino burgués es la mediación entre las mujeres y el Estado (otra de sus correas de transmisión), esto es, parte del normal discurrir autorregulador del capitalismo: otra expresión de la dialéctica masas-Estado, una vez que ésta se asienta como lógica política de los países imperialistas.

Parece entonces evidente que, recuperando la olvidada categoría marxista de movimiento femenino burgués, tan simple como fiel a la realidad, la inasible figura fractal de los feminismos se troca, repentinamente, perfectamente inteligible. Este movimiento concita y reúne, principal pero no exclusivamente, los distintos intereses de la mitad femenina de cada fracción de la clase burguesa, intereses no siempre idénticos pero tampoco antagónicos entre sí. Poco importan, desde esta perspectiva clasista, los verdaderamente bizantinos debates en los que se enredan las feministas tratando de definir su insostenible ideología. Ella se limita a trasponer en la cabeza de los hombres –de sexo femenino y masculino– la marcha errática del movimiento burgués de las mujeres.


III. Un poco de historia

Habiendo dejado constancia de estos fundamentos económicos de la cuestión femenina, podremos dirigir nuestra mirada hacia sus contornos políticos. Se puede afirmar con bastante precisión que el feminismo[13] nace, prácticamente hablando, en 1848. En ese año, alrededor de 300 personas –hombres y mujeres– se reunían en la Convención sobre los Derechos de la Mujer en Seneca Falls, Nueva York. La Declaración de Sentimientos que emanó de aquella convención dio el pistoletazo de salida para un verdadero movimiento social que «abrió un nuevo período» en la medida en que «sus palabras nos revelan que ya no estamos en presencia de mujeres aisladas en su reivindicación» (a diferencia de las voces de ambos sexos que, desde el medievo hasta la revolución francesa, venían predicando en el desierto), «sino que eran líderes políticas que tenían un duro aprendizaje y entrenamiento en la lucha política»[14]. Esta circunstancia, la agregación política colectiva alrededor de reclamos compartidos, resulta fundamental: si el contenido material del feminismo es ese movimiento femenino burgués, quienes no participamos de la mitología feminista –mitología que, como los discursos nacionalistas, necesita fundamentar su exclusivismo en alguna épica fundacional o heroína ancestral– no podemos ver feminismo en cualquier lugar donde se diga algo, cualquier cosa, “en favor” de las mujeres.[15] Sería, sencillamente, una gratuita y anacrónica licencia. En el caso norteamericano, este primer feminismo, verdaderamente liberal por las coordenadas ideológicas y políticas de las que parte –individualismo, iusnaturalismo, protestantismo, etc.–, propias del grado de desarrollo del capitalismo en su época premonopolista, es en esencia una escisión del movimiento por la abolición de la esclavitud (escisión análoga, por cierto, a la que dará lugar a la segunda ola feminista a finales de los años 60 tras sus fricciones con el movimiento negro y estudiantil). Lógico, por otro lado, en la medida en que el abolicionismo de la esclavitud y el feminismo comparten fundamento económico: la industrialización capitalista. A diferencia del esclavismo o el feudalismo, la producción capitalista necesita y crea individuos libres en el doble sentido que le da Marx en El Capital: sin ataduras ni relaciones de dependencia personal… pero también sin medios de producción ni control sobre sus condiciones de existencia.

Al margen de esto, la historia a veces nos regala coincidencias, que nunca lo son tanto, realmente simbólicas. La aludida Declaración de Sentimientos de Seneca Falls, que supone el bautismo del feminismo, se aprueba el 19 de julio de 1848.[16] Pero apenas un mes antes, el 22 de junio, el viejo continente parecía desgarrarse en «aquella tremenda insurrección que constituye la primera gran batalla librada entre las dos clases en que se divide la sociedad moderna»[17]. A partir de entonces, el futuro de la civilización humana quedaba en manos del proletariado en cuanto nueva clase ascendente. El feminismo llegó tarde a la historia… o justo a tiempo para enfrentarse al joven proletariado. Lo único que permitió que el sufragismo tuviera algún papel en la lucha por la extensión de los derechos democrático-liberales[18] fue que, como es sabido, el proletariado todavía necesitaría algunas décadas para recuperarse de su explosivo solsticio del verano parisino de 1848 y convertirse, después, en una clase políticamente independiente de manera estable, hito que le corresponde a la socialdemocracia decimonónica, en aquellos buenos tiempos en los que aún representaba los intereses generales de la clase asalariada…

III. 1. El ejemplo alemán

Como vimos antes con Kollontai, las proletarias habían empezado a participar de la producción social mucho antes de que a las burguesas se les pasara por las mientes ser algo más que «los parásitos de los parásitos del cuerpo social», como calificaba Rosa Luxemburgo a las mujeres ociosas de las clases dominantes. No sin motivos consideraba, en su defensa del sufragio femenino general, que las reivindicaciones del movimiento femenino burgués eran «un capricho» del que se derivaba «el carácter cómico del movimiento sufragista»[19], al que consideraba «tonterías de viejas»[20]. Es por ello que la socialdemocracia alemana, vanguardia del proletariado mundial durante las últimas décadas del siglo XIX y principios del XX, ponía tanto celo en conservar la independencia política de las mujeres proletarias respecto de sus hermanas mayores burguesas. De hecho, esta lucha por la independencia clasista fue ejemplarmente liderada por Clara Zetkin, tanto a través del periódico femenino Die Gleichheit (La Igualdad) como, en general, en su actividad política y propagandística. Para la alemana, el movimiento de las mujeres proletarias, en cuanto hubo madurado, «se ha vuelto consciente de su plena oposición, irreconciliable, con el feminismo burgués»[21], pues

«ha superado hace ya tiempo las prédicas feministas sobre la armonía de intereses [del género femenino –N. de la R.]. Toda organización consciente de mujeres proletarias sabe que dicha conexión implicaría una traición a sus principios. Debido a que las feministas burguesas aspiran a conseguir las reformas en favor del sexo femenino en el marco de la sociedad burguesa, a través de una lucha entre los sexos y en contraste con los hombres de su propia clase, no cuestionan la existencia misma de dicha sociedad. Las mujeres proletarias, en cambio, se esfuerzan a través de una lucha de clase contra clase, en estrecha comunión de ideas y de armas con los hombres de su clase –los cuales reconocen plenamente su igualdad– por la eliminación de la sociedad burguesa en beneficio de todo el proletariado. (…) El feminismo [Frauenrechtelei] burgués no es más que un movimiento de reforma, mientras que el movimiento de mujeres proletarias es y debe ser revolucionario.»[22]

Zetkin tenía motivos para insistir en este principio de delimitación de clases. A comienzos del año siguiente (1895), Vorwärts –el órgano central del SPD– publicó una petición en nombre de las “mujeres alemanas de todas las clases y de todos los partidos” al emperador Guillermo II escrita por las feministas Minna Cauer, Lily Braun (que pasaría por la socialdemocracia) y una afiliada del SPD, Adele Gehrard. Vorwärts imprimió la sumisa petición feminista (que suplicaba algunos moderados derechos políticos, como la libertad de reunión para las mujeres) acompañada de una declaración de apoyo, animando a sus lectores a apoyarla y a sus lectoras a firmarla. Zetkin, que también la reimprimió en las páginas de Die Gleichheit, contradijo abiertamente esta muestra de oportunismo. Ella, por el contrario, la acompañó de una advertencia que rezaba: «Recomendamos decididamente a todos los miembros con conciencia de clase del proletariado alemán no apoyar esta petición de ninguna manera.»[23]

Si traemos a colación este caso, que podría parecer una simple anécdota, es porque condensa suficientes elementos significativos como para detenerse en él. En su protesta (que logró que fuera publicada también en Vorwärts), Zetkin argumentaba del siguiente modo:

«Supongamos que los demócratas burgueses hubieran promovido otra petición cuyo propósito y carácter fuera similar a la presente petición femenina. La prensa socialdemócrata habría criticado la petición y nunca habría apoyado la idea de que los trabajadores con conciencia de clase parecieran haber sido arrastrados por elementos burgueses. ¿Por qué deberíamos alterar nuestra posición de principio frente a la política del mundo burgués sólo porque, por casualidad, una acción de esta política ha sido originada por mujeres que no exigen una reforma para toda la población sino sólo para el sexo femenino? Si abandonamos nuestros principios por ello, renunciamos a nuestra idea fundamental de que sólo consideraremos y promoveremos la cuestión de las mujeres en el contexto de la cuestión social general.»[24]

La respuesta del Vorwärts a este incisivo párrafo, que se publicó a pie de página como glosa de los editores del periódico, bien valdría para acompañar la definición de oportunismo en cualquier diccionario:

«Desafortunadamente, la posición de las mujeres en el estado es aún totalmente diferente de la de los hombres: carecen absolutamente de derechos. En lo que respecta a las mujeres burguesas, no tienen ninguna experiencia política por lo que cualquier paso hacia la independencia debe ser visto como un progreso.»[25]

¡Ah, el mientras tanto, lamento favorito de quienes no quieren llegar a ningún sitio! ¡El progreso medido en escala política y no histórica, como hace siempre el oportunismo! Clara Zetkin tenía perfecta conciencia de que semejante concesión al movimiento femenino burgués estaba objetivamente vinculada con la constante lucha entre las dos alas del partido alemán, por lo que, en una extensa carta a Engels al respecto de este asunto, manifestaba que la vigilancia contra la influencia feminista en el movimiento obrero era tanto más necesaria «puesto que en el SPD la tendencia al oportunismo y al reformismo es ya bastante grande y crece con la expansión del Partido.»[26] En definitiva, este affaire (o, por volver a usar las metáforas heteronormativas que acostumbra el feminismo: matrimonio) constituye seguramente el primer ejemplo notable del idilio entre el oportunismo y el feminismo. Como se ha visto, son las tendencias reformistas dentro del partido proletario las que permiten cierta aproximación a los exclusivistas reclamos del feminismo.[27] La izquierda revolucionaria, representada aquí por Zetkin[28], tuvo que luchar tanto contra la derecha oportunista como con el feminismo en la medida en que éste último quería entrometerse en los asuntos de las mujeres obreras, disolver su perspectiva de clase e introducir su envenenada perspectiva de género. Así lo describe un competente historiador burgués que, vale la pena señalarlo, se consideraba a sí mismo, ¡en 1977!, «simpatizante (…) del actual movimiento feminista»[29]:

«Zetkin se ganó además la confianza del SPD al aplastar despiadadamente todas las tendencias feministas dentro de la organización de mujeres. La representante más destacada del punto de vista feminista, Lily Braun, fue acosada hasta que salió del movimiento y finalmente del partido. La tarea de Zetkin se vio facilitada por el hecho de que el feminismo en el partido socialdemócrata iba estrechamente unido al revisionismo, doctrina de abierto reformismo basada en el rechazo de algunos de los principios fundamentales del marxismo.»[30]

No en vano, esta Lily Braun, quizá la primera “feminista de clase” de la historia, era una fervorosa bernsteiniana de orígenes nobiliarios que «era mucho más abiertamente crítica con el SPD que Eduard Bernstein», «atacaba el dogmatismo de sus ideólogos (…), el elitismo y vanguardismo de sus líderes» marxistas, etc.[31]; por su parte, el mismísimo Bernstein «buscó la alianza del movimiento de mujeres burgués»[32], como el buen liberal que era. Engels, en su crítica al programa de Erfurt, definió el oportunismo como el «olvido de las grandes consideraciones esenciales a cambio de intereses pasajeros del día, este afán de éxitos efímeros y la lucha en torno de ellos sin tener en cuenta las consecuencias ulteriores, este abandono del porvenir del movimiento, que se sacrifica en aras del presente»[33]. Es difícil imaginar una definición más precisa. De hecho, sirve también para explicar los divorcios entre feminismo y oportunismo: por ejemplo, la socialdemocracia belga, a diferencia de la alemana, renunció a la reivindicación del voto femenino para no hacer peligrar su alianza con los liberales en aras de la ampliación del sufragio masculino. Rosa Luxemburgo protestó contra este tacticismo de los socialdemócratas belgas y «conectó este oportunismo con la controversia revisionista, en la que Bernstein abogó por dichas alianzas.»[34] Verdaderamente, un curioso noviazgo: el oportunismo es tan dúctil y carente de principios (el movimiento lo es todo, decía el neokantiano Bernstein) que, transigiendo en un país con el feminismo, puede en otro no interesarle hacer tratos con él.[35] Cosas de la colaboración de clases: cuando se trata de transacciones, uno se vende al mejor postor.

Por lo demás, la línea intransigente de Zetkin se demostró absolutamente justa. Para ella, en un primer momento, «se trata, ante todo, de organizar sobre bases homogéneas un pequeño núcleo sólido con posiciones marxistas, antes de dirigirse a la gran masa de las mujeres»[36]. Una política de construcción concéntrica perfectamente adecuada a los principios del marxismo revolucionario.[37] Como decía Mao, si tenemos la línea justa lo tendremos todo: Die Gleichheit, el periódico femenino dirigido por Zetkin, pasará de 4.000 subscriptoras en 1900 a 124.000 en julio de 1914, inmediatamente antes de la guerra[38], y el movimiento de mujeres socialistas cuya erección había liderado –tanto en Alemania como a nivel internacional– fue vanguardia en la lucha contra el socialchovinismo. La Conferencia Internacional de Mujeres socialistas de 1915, aun a pesar de la enconada lucha que hubo en su interior y las tendencias pacifistas expresadas por Zetkin, fue una plataforma moral imprescindible para la reorganización revolucionaria del proletariado, que se sancionaría cuatro años después con la creación de la Internacional Comunista.

III. 2. El equivalente ruso

En el caso de Rusia disponemos también de un muy simbólico ejemplo histórico de esta relación histórica entre oportunismo y feminismo: el de Ekaterina Kuskova.

Kuskova era una intelectual radical de la generación de Lenin que, tras pasar brevemente por el populismo y como muchos otros jóvenes de la intelligentsia, se convirtió al marxismo en la primera mitad de los años 90 del siglo XIX. Fue la redactora del conocido Credo economista, traducción a las condiciones rusas de la ofensiva revisionista liderada por Bernstein en Alemania. Además de promover la lucha estrechamente económica del proletariado y dejar en manos de la burguesía liberal las reformas políticas, Kuskova era partidaria de

«modificar la actitud del Partido ante los demás partidos de oposición. El marxismo intolerante, el marxismo negador, el marxismo primitivo (que utiliza una concepción demasiado esquemática sobre la división de la sociedad en clases) cederá su puesto al marxismo democrático, y la situación social del Partido dentro de la sociedad moderna tendrá que cambiar profundamente. El Partido reconocerá a la sociedad.»[39]

Este Credo economista, que tuvo que dar a conocer Lenin para poder combatirlo (pues la aversión de los oportunistas a la lucha ideológica franca y abierta es archiconocida), resume también bien el contenido del marxismo liberal, de un marxismo sin lucha de clases, absolutamente plegado al desarrollo espontáneo de esa abstracción llamada la sociedad. A Kuskova sólo le faltó acusar de totalitarios a los marxistas revolucionarios… pero es que Hannah Arendt aún no había nacido. Sea como sea, esta apertura a la colaboración de clases, este pavor a que el proletariado sea una clase independiente y revolucionaria, llevó a Kuskova por el camino de otros buenos liberales como Struve: pasó del bernsteinianismo ruso a cofundar en 1904 lo que después sería el Partido Demócrata Constitucionalista, el partido cadete (por sus siglas en ruso), organización de la timorata burguesía liberal. Para 1908, en el Primer Congreso Panruso de Mujeres (cuyo lema indudablemente feminista rezaba que «el movimiento de mujeres no debe ser ni burgués ni proletario, sino sólo un movimiento de todas las mujeres»[40]), Kuskova, que nunca abandonó su socialismo reformista (aunque sí abandonó el partido cadete, por parecerle demasiado conservador) andaba defendiendo «una posición a medio camino entre el socialismo y el feminismo»[41]:

«La presencia de Kuskova en el grupo obrero fue muy desagradable para las socialdemócratas, quienes la acusaron de tratar de “seducir” a las mujeres trabajadoras para que se alejaran de la política revolucionaria, ya que en el congreso Kuskova tendió a adoptar una posición intermedia entre las revolucionarias y las burguesas.»[42]

Como recordó Kollontai algunos años después, «Kuskova, con dos o tres seguidoras más, intentó hacer las paces entre las feministas de tipo cadete y el grupo de mujeres trabajadoras.»[43] Sea como fuere, al margen del ejemplo individual de Kuskova –esta singular figura que parecía reunir diacrónicamente en un solo cuerpo la miseria oportunista de Bernstein y el “feminismo de clase” de Lily Braun–, las dos alas del movimiento obrero ruso tuvieron ante el feminismo local la misma actitud, respectivamente, que sus homólogas alemanas. En su valoración política del mencionado Congreso Panruso de Mujeres –Congreso en el que la delegación proletaria terminó escenificando con su abandono de la sala el antagonismo que existe entre las mujeres de ambas clases– bolcheviques y mencheviques diferían en la conveniencia de semejante intransigencia clasista. Mientras los bolcheviques aplaudían la táctica seguida por el grupo obrero y consideraron cumplidos sus objetivos políticos, los mencheviques lloriqueaban acerca de la oportunidad perdida:

«Un segundo artículo [posterior a la valoración positiva que haría Kollontai, partícipe de la delegación obrera], publicado con el pseudónimo de “W” en el mismo periódico menchevique, fue mucho más crítico con la intervención del grupo obrero. El autor o la autora criticaba el fuerte énfasis del grupo obrero en las cuestiones económicas y su insistencia en la estricta “demarcación de límites de clase”, lo cual había hecho imposible concertar “incluso alianzas temporarias y momentáneas con todo el congreso o con su mayoría”. El autor culpaba de esta rigidez a los bolcheviques, citando la gran cantidad de bolcheviques entre las líderes del grupo obrero—aunque como vimos la dirigente más importante del grupo obrero fue Kollontai, quien por entonces militaba en las filas del menchevismo. Pero “W” también culpó a la inexperiencia de las propias trabajadoras. Lo que le preocupaba era que la intervención del grupo obrero había alejado de las filas de la socialdemocracia a mujeres burguesas o de clase media alienadas por las tendencias “octubristas” de las líderes del Congreso. Dichas mujeres eran, en opinión del autor, aliadas potenciales; habían expresado su simpatía con las trabajadoras a través de sus aplausos, conversaciones privadas y promesas de votar con el grupo obrero, pero estos acercamientos no prosperaron debido al carácter militante de la intervención de las trabajadoras. El grupo obrero había hecho imposible que se desarrollara una coalición de elementos socialdemócratas y liberales, que era el eje de la política menchevique.»[44]

La descripción es suficientemente elocuente, y nadie dudará de su parecido con los lamentos contemporáneos del feminismo “rojo” (se diga “de clase”, “marxista”, “proletario”… o no se diga feminista en absoluto, por una entendible vergüenza) de cualquier país: la defensa firme de los principios comunistas aleja a las potenciales mujeres aliadas del proletariado, que luchan activamente en las filas de la burguesía militante… pero sólo porque las pobres están alienadas y las formas rudas del comunismo no ayudan a sacarlas de su enmendable error. Ya. ¿Alguien se imagina semejante letanía paternalista referida a los varones? Difícil. Como es natural, la propia redacción del periódico menchevique coincidió con este tal “W”, defendiendo que «las activistas socialdemócratas en el movimiento de mujeres trabajadoras debían ir más allá de la “oposición elemental entre ‘las saciadas y las hambrientas’”»[45], esto es, más allá de la lucha de clases… ¡para promover la colaboración entre ellas!

Obviamente, esta posición menchevique estaba inserta en lo más profundo de las concepciones oportunistas. La década siguiente, en un congreso feminista similar, organizado en abril de 1917 por la Liga Panrusa por la Igualdad de Derechos de las Mujeres, los bolcheviques repitieron su táctica: escenificar con su abandono de la sala de reuniones que, como dirá después la bolchevique Inessa Armand: «No hay intereses comunes entre las mujeres, no puede haber una representación general de mujeres o una lucha general de mujeres».[46] Cuando la delegación bolchevique abandonaba el congreso, siguiendo el relato de la propia Armand, una «representante de los mencheviques, fiel a su papel de auxiliar de la burguesía, defendió la necesidad de participar en este congreso con espuma en la boca»[47]. Como reconoce una feminista separatista trotskista (lamentamos la cacofonía, pero es fiel a la realidad) en relación con la primera Conferencia de Mujeres Trabajadoras celebrada en Moscú en 1917:

«Frente a la representación de los mencheviques, que defendía que el movimiento de las mujeres debía mantenerse independiente y no someterse a ningún partido político, los militantes bolcheviques, gracias a la influencia que había adquirido su partido en las masas, había logrado convencer a los delegados presentes de la inanidad de aquella posición.»[48]

Dos concepciones diametralmente opuestas del Partido y la revolución: una, bolchevique, como movimiento organizado centralizadamente alrededor de las tareas que impone la marcha hacia el comunismo; otra, menchevique, como retaguardia del movimiento social espontáneo e independiente sobre el que se espera ejercer alguna influencia dándole palmaditas en la espalda. ¿Alguien se atreverá a decir que no siguen siendo estas dos las líneas en pugna en el seno de la vanguardia?

III. 3. Feminismo e imperialismo

Según Lenin, el viejo oportunismo, el partido obrero liberal, el movimiento obrero burgués, se convirtió en socialchovinista con su sumisión al imperialismo a partir de la Gran Guerra iniciada en 1914. Del mismo modo, el movimiento femenino burgués, hasta entonces bastante bien asentado en coordenadas liberales, vio cómo se transformaba tanto su teoría como su práctica con la entrada del capitalismo en su senil fase imperialista. Aunque no nos es posible –ni útil en relación con los objetivos del presente trabajo– profundizar en esta coherente transformación, podemos al menos señalar que, de defender el derecho natural de la mujer a ser políticamente igual al varón de su clase, el feminismo pasó a remarcar con creciente énfasis la utilidad de su singular condición para la estabilidad de la sociedad burguesa, especialmente a través de su derecho al voto: podría equilibrar con su moralidad femenina los excesos masculinos, como el alcoholismo, la prostitución o, por qué no, las mismísimas guerras. Hoy llaman a esa patochada feminización de la política. Este proceso le llevó lenta pero claramente de la proclama de la universalidad de los derechos liberales de ciudadanía al enaltecimiento de la particularidad de la mujer y la utilidad de sus femeniles virtudes para el imperialismo.

Pero, como hemos dicho en otro lugar, «la revolución burguesa es por definición [el] establecimiento de las condiciones para el desarrollo del capitalismo»[49]. En lo que respecta al sufragio femenino, reivindicación estrella del primer feminismo[50], su costosa implantación no debe verse tanto como una tarea pendiente de la revolución burguesa, sino como la consecuencia natural del despliegue y maduración del propio capitalismo. De hecho, la historia se ha encargado de demostrar que la implantación del modo de producción capitalista no ha necesitado, en ningún lugar, que las mujeres burguesas –ni, por descontado, el proletariado en general– tuvieran plenos derechos políticos. Es el posterior desarrollo lógico del capitalismo el que, al ritmo de sus conflictos y luchas de clase, va reclamando la inclusión de crecientes sectores de las masas en la polis burguesa a través de la total e integral ciudadanía. Por eso Zetkin, como la penetrante marxista que era, señalaba que, a diferencia de las feministas, «[e]l apoyo de los partidos socialistas al derecho de voto de las mujeres no está basado en consideraciones éticas o ideológicas. Se debe al reconocimiento histórico y, ante todo, a la comprensión de la situación de clase por las necesidades prácticas de la lucha del proletariado»; pues «[n]osotros, socialistas, pedimos el derecho de voto para las mujeres, no como un derecho natural, nacido con la propia mujer, sino que lo pedimos como un derecho social basado en la nueva actividad económica»[51]. De hecho, la revolucionaria alemana creía que el sufragio femenino para las damas burguesas no era un punto de partida para una ulterior conquista de derechos, sino el punto final de la libertad del nuevo modo de producción:

«En el derecho de voto restringido de la mujer vemos no tanto el primer estadio de emancipación política del sexo femenino, como la última fase de emancipación política del capital».[52]

Zetkin, al escribir estas palabras en 1907, no podía prever que apenas unos años después certificaría cómo el imperialismo tomaría «a su servicio todas las fuerzas del proletariado, todas las organizaciones e instrumentos de batalla que su vanguardia militante había ido construyendo con vistas a la lucha»[53]. Así las cosas, ya ni siquiera el sufragio femenino general asustará a la clase dominante: tras la guerra (1918), muchos de los países europeos concederán definitivamente el derecho de voto a la mujer (Países Bajos, Reino Unido, Alemania, Austria, Checoslovaquia y Polonia), y los Estados Unidos en 1920. ¿Fue acaso una conquista feminista, un derecho arrancado por sus décadas de “lucha”? Lamentablemente para las feministas contemporáneas, ni siquiera ese raquítico triunfo puede considerarse una genuina conquista revolucionaria de sus abuelas políticas… al menos no en el sentido que quisieran, ya que, en general, «el voto de la mujer era considerado un medio de evitar la revolución proletaria»[54] y «ayudó a estabilizar el constitucionalismo burgués en muchos países después del derrumbamiento de los sistemas políticos de origen feudal y bajo la amenaza de una revolución proletaria»[55]. ¡Cáspita! Parece que la cita de Zetkin que encabeza nuestro artículo no era una mera hipérbole retórica ni un exceso en el fragor de la agitación. Más bien, constituye una verdad histórica inobjetable: el programa liberal del primer feminismo sólo fue satisfecho cuando la burguesía –después de mandar a la carnicería imperialista a los proletarios de todos los países con ayuda de socialchovinistas y feministas– pudo utilizar sus reivindicaciones como factor de encuadramiento político corporativo de masas en el Estado. La concesión de la plena ciudadanía[56] para las mujeres fue sinónimo de su nacionalización.[57] No en vano, las feministas de los principales países beligerantes (Reino Unido, Alemania, Rusia…) cerraron filas con la defensa de la patria imperialista y la lucha contra el bolchevismo. Las pruebas son tan abundantes que, seguro, tendremos ocasión en el futuro de desmenuzarlas sistemáticamente. Quizá hasta podamos hablar de las teorías raciales de las feministas anglosajonas, de las feminazis (¡el denostado tópico encierra más verdad de lo que suele creerse!) alemanas, italianas o inglesas, o de los femeninos batallones de la muerte antibolcheviques… ¡Tiempo al tiempo!


IV. Un Fénix morado sin alas: la segunda vida del feminismo

Como ya sabrá nuestro atento lector, el objeto del presente estudio no es, en ningún caso, refutar teóricamente el feminismo. Se trata, más bien, de marcar algunos jalones de la relación contrarrevolucionaria que han tejido históricamente el oportunismo y el feminismo, es decir, el movimiento obrero burgués y el movimiento femenino burgués. Es de esa espontánea y natural relación, no exenta de problemas de pareja, de donde emerge esa criatura bastarda que es el feminismo “rojo” en cualquiera de sus apodos: socialista, marxista, proletario, de clase… Por lo pronto, todo lo que hemos señalado hasta ahora (el feminismo como producto postpatriarcal y genuinamente capitalista; el antagonismo absoluto entre las mujeres de ambas clases; la colaboración nacionalista y contrarrevolucionaria de las mujeres feministas con sus respectivas burguesías…) era de suyo evidente para cualquier marxista –varón o mujer– seguramente hasta mediados del siglo XX. La potencia revolucionaria del movimiento obrero impidió siempre, al menos allí donde el marxismo llevaba la voz cantante, que los intentos por someter a las proletarias a sus hermanas mayores burguesas cosecharan ningún éxito. Como hemos visto, Lily Braun en Alemania terminó fuera de las filas del SPD gracias a la línea proletaria trazada por Clara Zetkin y, en general, al repudio partidario oficial del revisionismo de Bernstein; en Rusia, el triunfo del iskrismo –la consagración del proletariado como clase política independiente– hizo que los seudomarxistas liberales à la Kuskova se alejaran de las filas y las posiciones del marxismo. La primera guerra imperialista dio a las feministas un triunfo agridulce, pues la consecución del sufragio femenino hizo que el viejo feminismo fuera desinflándose progresivamente en los años 20 y 30 –aunque no sin antes regalarnos algunos hitos verdaderamente bochornosos–, pues ya había ofrecido su tributo nacionalista a la burguesía durante la Gran Guerra e inmediatamente después. A partir de entonces, la vigencia de esa era de la revolución proletaria que es el imperialismo hizo del feminismo una cosa más bien irrelevante, pues otro conflicto ocupó la totalidad del ring de la historia: las dos clases de la sociedad moderna se batían, por fin, en abierta guerra civil, no dejando mucho espacio para intermedias tibiezas ni «tonterías de viejas», por reutilizar la fórmula de Luxemburgo. La situación no pudo cambiar sino hasta casi cinco décadas después, cuando la crisis del marxismo –provocada por el agotamiento práctico de las premisas teóricas que le habían permitido abrir el Ciclo de Octubre– se hizo evidente para todo el mundo.

De nuevo, creemos poder decir que las coincidencias históricas rara vez son tales, especialmente en un mundo globalizado como el nuestro. La Gran Revolución Cultural Proletaria, nivel más elevado alcanzado nunca por la lucha de clase del proletariado comunista, estalló en el verano de 1966; para principios de 1967, con la tormenta de enero y la proclamación de la Comuna de Shanghai, ya había alcanzado su cénit, y a partir de entonces no pudo sino descender, por combativamente que lo hiciera.[58] La derrota de la GRCP anticipa –a pesar de cuanto ella logró inspirar en las clases revolucionarias de otros países como Perú– el fin del Ciclo de Octubre. Profundiza la crisis en la que el marxismo llevaba inmerso desde mediados de los años 20, y que explotó en los 50 a raíz de la muerte de Stalin y la definitiva conversión de la Unión Soviética en una potencia socialfascista. De ahí en adelante, la crisis del Movimiento Comunista Internacional será prácticamente irreversible; el marxismo será sistemáticamente combatido como concepción del mundo a liquidar y su hegemonía irá perdiendo fuerza; e incluso la aristocracia obrera occidental empezará a ver cuestionadas sus prebendas, conquistadas sólo al calor que desprendía la otrora amenazante Revolución Proletaria Mundial (RPM).

Es precisamente en el verano de 1967 cuando se produce la ruptura que, inmediatamente después, hará renacer con fuerza al movimiento femenino burgués. Este nuevo feminismo

«cristalizó como resultado de la insatisfactoria respuesta dada a las reivindicaciones feministas de las militantes en el Movement, nombre que recibían dos organizaciones: SNCC (Student Nonviolent Coordinating Commitee), agrupación antirracista fundada por estudiantes negros y blancos en 1960, y SDS (Students for a Democratic Society), fundada en el mismo año por demócratas, socialdemócratas y anticomunistas que privilegiaban el análisis de la dominación psicológica y cultural sobre el de la explotación económica.»[59]

¡Buenas compañías! Antirracistas pacifistas y anticomunistas con complejos freudianos. Así las cosas, si «[e]l separatismo de las feministas radicales surge, pues, de una de las muchas experiencias históricas de decepción con respecto a las causas políticas emancipatorias que han negado el reconocimiento y la reciprocidad a las mujeres»[60], será justo decir que el feminismo moderno surge, de nuevo, en la decepción (diríamos: divorcio) con respecto al oportunismo y el anticomunismo. Pero, ¡qué cosas!, este feminismo moderno no combatió al oportunismo ni al revisionismo, sino a la concepción del mundo del proletariado revolucionario: al marxismo.

El “nuevo” movimiento social, que siguió la estela al separatismo afroamericano pero pronto se extendió por otras naciones occidentales, logró «imponer a las organizaciones obreras un nuevo tipo de debate en la mayoría de los países capitalistas avanzados.»[61] Semejante imposición, determinada por la absoluta debilidad en la que yacía el marxismo revolucionario y las tragaderas infinitas de oportunistas y revisionistas, adoptó la forma de ataque sistemático a la caricatura que las feministas hacían –con la ayuda imprescindible del revisionismo– de los principios fundamentales del marxismo. No importaba. Mejor, incluso: siempre será más fácil derribar un hombre de paja que a uno real, por débil que se encuentre. Se trataba de la racionalización teórica de un proceso práctico, político: la liquidación ideológica del marxismo era el reflejo de la liquidación de la RPM como mero horizonte político incluso entre los sectores de vanguardia de la sociedad.

Aunque la veda la había abierto Simone de Beauvoir dos décadas atrás con su denuncia del «monismo económico de Engels»[62], para 1970 ya estaban publicados los dos libros de las sendas madres fundadoras del feminismo radical: Política Sexual, de Kate Millett, y Dialéctica del sexo, de Shulamith Firestone. La primera, tergiversando a Engels a placer, afirmó que siguiendo su obra se podía afirmar que «todas las formas de desigualdad brotaron de la supremacía masculina y de la subordinación de la mujer, es decir, de la política sexual, que cabe considerar como la base histórica de todas las estructuras sociales, políticas y económicas.»[63] Será esta autora quien popularice los dos conceptos fundamentales del feminismo del último medio siglo: el patriarcado en cuanto «institución política»[64] y el género como «la estructura de la personalidad conforme a la categoría sexual»[65]. Se limitó a dar forma a lo ya adelantado por Simone de Beauvoir, y los estudios de género, bien posicionados en la producción capitalista de ideología, hicieron el resto.[66] La segunda, Firestone, procuró difundir la opinión según la cual, «si bien Marx y Engels basaron su teoría en la realidad, tratábase únicamente de una realidad parcial»[67], «estrictamente económica»[68]. Estas obras marcaron para siempre el discurso anticomunista del feminismo: se trataba de eliminar la universalidad del marxismo, reduciéndolo a una simple teoría económica, capaz de explicar bien el sistema productivo, pero no la dimensión reproductiva ni la esfera psicosexual[69]. Desde siempre, la primera tarea del anticomunismo es tratar de liquidar la teoría marxista en cuanto «completa y armoniosa (…) concepción del mundo íntegra»[70].

El marxismo, o lo que quedaba de él en occidente en forma de revisionismo, quedó en absoluta defensiva y se dio alegremente a la tarea de revisarse teóricamente al compás de la última palabra de la moda feminista. Zillah Eisenstein, una de las que más en serio se tomó esta lamentable tarea, lo describía así:

«Mi trabajo utiliza el análisis de clase marxista como la tesis, el análisis radical feminista del patriarcado como la antítesis, y de ambos resulta la síntesis del feminismo socialista.»[71]

¡Acabáramos! Sí que era fácil la cosa. Marxismo por aquí, feminismo radical por allí y… asunto resuelto. Esta ecléctica ocurrencia es exactamente igual a la famosa doblenegación del feminismo con la que aquel círculo liquidador que se hacía pasar por afín a la Línea de Reconstitución –grupito hoy muerto y enterrado– quería revisar el marxismo y salvarlo de su pecado original, esto es, su «incuestionable y gran limitación histórica de partida del marxismo en la cuestión de género»[72]. Al margen de esa brisa del pasado, en esta “síntesis” imposible nació el feminismo socialista, primera y pionera forma articulada de todo feminismo “rojo”. No obstante, que tal mejunje naciera en los Estados Unidos está lejos de ser casual. Allí, como en Inglaterra[73], el marxismo nunca logró arraigar con firmeza, y por socialismo se entendió siempre –como se ha visto recientemente con el chocho Sanders– lo que ahora llamaríamos socioliberalismo: un liberalismo moderado si lo comparamos con las doctrinas de cualquier psicópata manchesteriano; un socialismo homeopático si se pone al lado de las tradiciones europeas continentales, especialmente la francesa o la alemana. La debilidad del socialismo norteamericano queda patente en el ejemplo de Partido Socialista de América (PSA), fundado en 1901 y adherido a la II Internacional, pues, «mientras que la organización de mujeres socialistas en Alemania era al menos diez veces mayor que el movimiento sufragista, en Norteamérica esta proporción era al revés»[74]:

«Por varias razones, parece imposible dar una cifra precisa de la fuerza del movimiento norteamericano de mujeres socialistas, pero muy probablemente no contaba con más de 15.000 miembros en su momento culminante en 1912, y tal vez tuviera menos. El movimiento sufragista burgués contaba ya con 75.000 miembros en 1910, y sus campañas eran mucho más impresionantes que las que las socialistas pudieran montar.»[75]

Esto, que se sumaba a «la naturaleza desorganizada y confusa del Partido Socialista norteamericano»[76], permitió que para 1914 empezara a plantearse la cuestión en estos términos en los órganos de prensa vinculados al PSA:

«El socialista que no es feminista carece de amplitud. El feminista que no es socialista carece de estrategia.»[77]

En definitiva, como se lamentaba Kollontai respecto a casos parecidos, «el veneno del feminismo infectó»[78] al movimiento obrero. Con estos antecedentes históricos, la luna de miel entre feminismo y oportunismo revisionista recorrió buena parte de los 70 y los 80. La bacanal continuó con algunas de las más destacadas feministas socialistas afirmando abiertamente que «la lucha entre el hombre y la mujer tendrá que continuar»[79] y declarando «la necesidad estratégica de que las mujeres nos organicemos separadamente, a fin de desarrollar nuestras propias habilidades, tomar nuestras decisiones y luchar contra los hombres y su sexismo»[80]. En plata: se llamó al separatismo político, a la lucha de sexos y a la revisión feminista del marxismo… ¡en nombre del socialismo! No debería hacer falta demostrar que esta prédica explícita de la división del proletariado en guetos sexuales, tantas veces negada con histérico rubor por las feministas “de clase”, es absolutamente contraria al marxismo. Pero vivimos en malos tiempos para las obviedades, y aún peores para los principios clasistas. Veamos qué decían sobre el particular, respectivamente, Clara Zetkin, Rosa Luxemburgo o Nadezhda Krupskaya, esas pobres mujeres alienadas sin conciencia de género y presas del «prejuicio patriarcal de origen de todo el enfoque de Marx»[81]:

«(…) la lucha de la mujer proletaria no puede ser una lucha similar a la que desarrolla la mujer burguesa contra el hombre de su clase; por el contrario, la suya es una lucha que va unida a la del hombre de su clase contra la clase de los capitalistas. Ella, la mujer proletaria, no necesita luchar contra los hombres de su clase (…). La mujer proletaria combate codo a codo con el hombre de su clase contra la sociedad capitalista.»[82]

«Sus exigencias políticas [las de la proletaria –N. de la R.] están profundamente arraigadas no en el antagonismo entre el hombre y la mujer, sino en el abismo social que separa a la clase de los explotados de la clase de los explotadores, es decir, en el antagonismo entre el capital y el trabajo.»[83]

«La división entre hombres y mujeres no tiene gran importancia para las mujeres proletarias. Lo que une a las mujeres trabajadoras con los trabajadores es mucho más fuerte que lo que les divide (…) “¡Todos para uno, uno para todos!” Este “todos” incluye a los miembros de la clase obrera –hombres y mujeres con el mismo título.»[84]

Las comparaciones son odiosas… para el feminismo “marxista”. Sea como fuere, mientras el proletariado ascendía imparable y el marxismo era hegemónico en los medios de avanzada de la sociedad, el feminismo apenas pudo arañar al comunismo revolucionario. Sólo el oportunismo coqueteó, sin excesivo éxito, con él. Al menos durante el siglo XIX y principios del XX, el movimiento femenino burgués no necesitó elaborar ninguna teoría especial acerca de la opresión femenina: le bastó con querer extender a las mujeres los principios que había enarbolado el liberalismo político apoyándose en la Ilustración. Es por ello que, mientras no cruzase la frontera de clase para ganarse a las obreras, podía dejársele tranquilo. No iba a hacer mucho daño. Además, su raigambre burguesa era lo bastante evidente como para que le costara seducir tanto a las proletarias en particular como a la vanguardia en general. Pero, para los años 70 del siglo XX, el proletariado revolucionario parecía entrar en estado comatoso, y las tornas cambiaron: el nuevo movimiento femenino burgués (compuesto esencialmente por mujeres jóvenes solteras, con estudios universitarios y vinculadas a los medios intelectuales, frustradas tras su paso por los movimientos contestatarios juveniles y con pretensiones insatisfechas[85] de promoción social)[86] se lanzó a la ofensiva y el proletariado marxista, sencillamente, parecía haber dejado de existir salvo en un par de resistentes lugares, como Perú. El revisionismo, por fin, pudo dedicarse a lo suyo sin demasiada oposición: el intento de deconstrucción, o más bien de destrucción, de todos los principios revolucionarios del marxismo. Entretanto cayó el muro, la producción capitalista conoció otra ola de incorporación de la mujer al trabajo y las posiciones de la aristocracia obrera siguieron siendo laminadas sin descanso. El presente contexto de absoluta hegemonía del feminismo es resultado de este proceso histórico, y el grueso de la vanguardia, mientras, aún se regodea en su lodazal oportunista: en su seguidismo de las masas, cualesquiera que ellas sean y dondequiera que ellas vayan, los revisionistas están dispuestos a ir hasta el extremo, es decir, hasta derramarse por el precipicio.


V. Epílogo: marxismo y feminismo aquí y ahora

Tal y como hemos dicho, el feminismo se ha instalado plenamente en el sentido común del imperialismo. Ya es la forma normal de pensar acerca de la situación social del sexo femenino. Y, por ser la normal, también es el marco espontáneo de pensamiento para todas las clases. La ideología dominante es la ideología de la clase dominante. Esta tesis, que es el abecé del marxismo, demuestra la inanidad de pretender encontrar un “feminismo de clase” proletaria en el hecho de que haya mujeres de la clase obrera que se vean arrastradas por el torrente del movimiento feminista. Igual que, aun en las condiciones de efervescencia espontánea del movimiento obrero, su desarrollo inercial sólo podía generar conciencia burguesa, la espontaneidad de las mujeres trabajadoras que se rebelan contra lo que particularmente las oprime no puede ir más allá de la ideología burguesa.[87] Parafraseando a Marx, podemos decir que cuando el proletario no ve en sí mismo más que al obrero, no podrá devenir otra cosa que sindicalista: vendedor de su fuerza de trabajo que pugna por un precio mejor para su transacción; en el mismo sentido, cuando la proletaria no ve en sí misma más que a la mujer, será incapaz de llegar a ser algo distinto que feminista: activista de género, vagón de cola y carne de cañón de la lucha de las mujeres burguesas por sus cuotas de poder en la sociedad burguesa.[88]

Parecen muy lejanos los tiempos en los que, desde el activismo radical, se acusaba a la Línea de Reconstitución de poco menos que de fascista, simplemente, por no transigir con la ideología feminista. Tal y como ha quedado demostrado (no creemos que se nos pueda acusar de aportar pocas pruebas), nuestra oposición frontal al feminismo es sólo una fidelidad radical al comunismo. Pero se nos comparaba, de cuando en cuando, con Ciudadanos, por entonces la bestia negra del izquierdista medio, menos profundo que un charco. Esa demagogia se agotó rápido, pues Ciudadanos abdicó de la parte de su liberalismo que le enfrentaba al feminismo y se subió al carro, esto es, al consenso burgués patrio.[89] No obstante, los evidentes excesos del feminismo a nivel ideológico, político y legislativo han creado también cierta oposición entre los outsiders de la política burguesa, tanto en los representantes de ciertas fracciones capitalistas[90] como en los marginales representantes aspiracionales de la aristocracia obrera radicalizada. El feminismo, que para encuadrar el movimiento femenino burgués en los Estados imperialistas ha tenido que promover la subversión de los principios del igualitarismo republicano –una de las más importantes conquistas de la burguesía revolucionaria–, también ha creado (como hemos visto antes en lo relativo a la lucha de sexos) un tipo de discurso sexista incompatible con cualquier proyecto político que pretenda apoyarse en el principio de la lucha de clases. Esta circunstancia, sumada a que el movimiento feminista de masas que creció de manera espectacular en el último lustro parece haber tocado techo y estar cómodamente encauzado por sociatas y podemitas, seguramente ha promovido un alejamiento discursivo del revisionismo más obrerista de la propaganda abiertamente feminista. Organizaciones como el Partido Comunista de los Trabajadores de España (PCTE) o Reconstrucción Comunista (RC), “feministas de clase” hasta hace bien poco, están recogiendo cable viendo, entre otras cosas, que con ese invento ecléctico no se puede pescar nada más que conflictos internos. El feminismo está atado y bien atado al Estado burgués. El PCTE nos servirá, aquí, como ejemplo de en qué medida el revisionismo, aun intuyendo un problema con el feminismo, participa de su marco ideológico y, sobre todo, de su movimiento político. El movimiento obrero burgués es incapaz de emanciparse del movimiento femenino burgués… ¡porque el feminismo “rojo” es el oportunismo en el frente de la mujer!

Suponemos que tras algún toque de atención griego y aprovechando el cisma que dio luego lugar al PCTE para renovarse, esta organización realizó recientemente un intento por clarificar su posición respecto a la cuestión de la mujer[91]. Aunque terminan su texto con la ambigua afirmación de que «el sujeto llamado a integrarse en las filas de la alianza social no es el movimiento o movimientos feministas, sino las mujeres de extracción obrera y popular y sus organizaciones», esta generalidad crea más preguntas que respuestas: si existe un sujeto-mujer autónomo que deba integrarse en esa alianza social, ¿significa que el sujeto revolucionario no es universal, sino que se compone de sujetos parciales?; ¿cuáles son las “organizaciones” de las mujeres de extracción obrera y popular llamadas a integrarse en susodicha alianza? Al margen de las respuestas a estos interrogantes, que luego trataremos de responder, el planteamiento del PCTE permite inferir que su ideal para el «actual» «movimiento por la emancipación de las mujeres en España» (nos preguntamos: ¿cuál?) es que las organizaciones de mujeres de extracción obrera y popular ya existentes (nos preguntamos: ¿cuáles?) sean dirigidas, o al menos influidas, por el PCTE. Ninguna sorpresa: el revisionismo siempre se ha representado la revolución como estiramiento de la espontaneidad por mor de su intervención en los frentes de masas tal y como vienen dados. Nuestra interpretación, de hecho, se ve explícitamente confirmada algo antes, cuando el PCTE se lamenta de que «[l]a presencia comunista en el movimiento es sumamente débil, sin llegar a jugar un papel dirigente en las organizaciones y plataformas existentes salvo en ocasiones y lugares puntuales». ¿En qué movimiento es tan débil la presencia comunista? Indudablemente, en el movimiento femenino burgués. No existe, hoy en día, otro. El PCTE lo reconoce al decir que «el movimiento por la emancipación de las mujeres lleva años inmerso en una seria crisis». ¿Por qué? Porque:

«El papel específico de la mujer trabajadora y los planteamientos de clase son prácticamente inexistentes o se encuentran en una situación muy minoritaria en el seno del movimiento en el que predominan posiciones de matriz pequeñoburguesa.»[92]

Está escrito negro sobre blanco, aunque el autor seguramente ni se da cuenta de ello: el PCTE cree que su labor es extender la influencia de su “comunismo” en el movimiento femenino realmente existente, esto es, en el movimiento femenino burgués. Quiere, literalmente, reformar este movimiento. Como cree en las esencias de clase, cree que las mujeres obreras que hoy participan prácticamente del feminismo querrán repentinamente revolución en cuanto la presencia del PCTE se haga notar. En su empirismo político, el revisionismo es incapaz siquiera de concebir mentalmente otro movimiento que no sea el espontáneo. Pero, dada cierta disonancia cognitiva, se lamenta de que lo espontáneo se dirija naturalmente hacia cauces burgueses. ¡Habrá que repasar el ¿Qué hacer?, amigos! El cacao es tal que, de soslayo, han comprado el segregacionismo feminista, y dicen que «para la toma del poder» es necesaria «la alianza de las capas oprimidas. Entre esas capas oprimidas se encuentran las mujeres de la clase obrera y del pueblo [¿de qué clases del pueblo?], llamadas a integrar la alianza social que estamos construyendo (…)». Piénsese por un momento en el silogismo, lógicamente correcto pero políticamente reaccionario: hay que aliarse con las capas oprimidas + las mujeres de la clase obrera y del pueblo están oprimidas = hay que aliarse con las mujeres de la clase obrera y del pueblo. El “Partido Comunista” de la clase obrera… tiene que “aliarse”… ¡con las mujeres obreras! ¿Cómo se alía uno consigo mismo? ¿O es que las mujeres de la clase obrera y del pueblo son otra cosa, y no parte integrante del Partido de su clase? Al final la mujer obrera sí resulta ser un sujeto particular que, al lado de otros sujetos particulares (los hombres de la clase obrera y del pueblo, suponemos… ¿alguno más?), conforman una alianza. ¡Jodo! La cosa empeora, pues el PCTE también asevera que la mujer obrera «debe jugar un papel dirigente en el movimiento general por la emancipación de la mujer» (la negrita es nuestra). Se cerró el círculo: el movimiento femenino burgués, que por lo visto está luchando por «la emancipación de la mujer»[93], debe pasar a ser dirigido por la mujer obrera, que tejerá alianzas con las mujeres burguesas, ahora destronadas del timón del movimiento general de las mujeres (sí, ese movimiento general de las mujeres que según las históricas comunistas que hemos citado más arriba no puede existir… salvo como derrota absoluta del proletariado). Pero como uno sólo puede aliarse con aquel al que reconoce como contraparte, como igual, es decir, como clase, la alianza social que propone el PCTE es, entonces, un llamado a la colaboración de clases menchevique… ¡al menos entre las mujeres! ¡No hacían falta tantas alforjas para semejante viaje!

De nuevo, no le pedimos peras al olmo. El PCTE es, aquí, del todo coherente con su concepción general de ese “proceso revolucionario” para el cual carece de estrategia. Pero repasar sus concepciones al respecto de la cuestión de la mujer ilustra bien la dependencia del revisionismo del pensamiento político burgués, que no puede salir de la dialéctica masas-Estado: el secreto está en las masas; concretamente, en la organización y dirección de su movimiento espontáneo, dado. Y aunque el PCTE se esfuerza en romper al menos en su propaganda teórica con el feminismo, es absolutamente incapaz: en el texto que hemos analizado, nos alecciona sobre la inexistencia del patriarcado, pero al mismo tiempo nos ilustra acerca de la «ideología patriarcal» del capitalismo.[94] De hecho, en un reciente informe político de su comité central, se han animado a decir que «el género debe ser abolido»[95], tesis abiertamente feminista radical. Curiosa forma la suya de no compartir y no utilizar «una serie de categorías analíticas y políticas que nuestro Partido no comparte y no utiliza.»[96]

El PCTE, como el resto del revisionismo, es incapaz de proponer una verdadera alternativa proletaria al movimiento femenino burgués, al feminismo, porque es incapaz incluso de imaginarla. Tiene una concepción menchevique del Partido y de la revolución. Por lo tanto, la mera idea de un movimiento femenino proletario, organizado desde el marxismo y contra el movimiento femenino burgués, como movimiento escindido del espontáneo discurrir de la sociedad y parte integrante del Partido Comunista en cuanto revolución organizada, le parecerá una quimera “izquierdista”. Para siquiera concebir semejante horizonte, habría que empezar por portar la concepción del mundo comunista, reconocer su crítico estado presente y trazar un plan político para reconstituirla ideológica y políticamente, es decir, para que primero la propia vanguardia y después las masas de hombres y mujeres del planeta vuelvan a sentirse interpelados por el objetivo –digno de conseguir a cualquier precio– de una sociedad sin clases sociales. Pero esto implicaría comprender el contenido histórico de la nueva dialéctica vanguardia-Partido que reclama el relanzamiento de la RPM, a saber: que ni las masas organizadas al modo burgués en los sindicatos ni las masas organizadas al modo burgués por el feminismo van a resolver, facilitar ni a empujarnos hacia las tareas que necesita acometer el proletariado comunista si quiere volver a ser una clase revolucionaria independiente que moldee el mundo a su imagen y semejanza. Si la vanguardia no traza el sendero de la revolución, podemos estar seguros de que nadie lo hará.

***

Hemos dicho que la derrota de la GRCP, de algún modo, anticipó el final de todo el Ciclo. Pero también inspiró a revolucionarios como los comunistas peruanos, que para la década de 1980 habían reconstituido su Partido e iniciado la Guerra Popular en su país. Este último ejemplo de heroica consecuencia, aunque no lograse triunfar, nos deja un elocuente ejemplo de la verdadera relación que existe entre el marxismo y el feminismo, un antagonismo entre cuyos polos no caben medias tintas.

María Elena Moyano era una mujer negra, pobre y de izquierdas, feminista y dirigente del movimiento burgués de mujeres y, durante algún tiempo, teniente de alcalde de un distrito limeño por la oportunista Izquierda Unida peruana. Hoy sería enarbolada por el activismo pequeñoburgués como súmmum de la interseccionalidad si su figura fuera más conocida. La Angela Davis suramericana, podrían decir. Pero ya la homenajea, en su lugar, toda la burguesía de habla hispana. Moyano, que por sus posiciones contrarrevolucionarias hacía propaganda abierta contra la Guerra Popular liderada por el Partido Comunista del Perú (PCP), pensaba que «la revolución no es muerte ni imposición ni sometimiento ni fanatismo»[97] y, naturalmente, achacaba estos males totalitarios a los comunistas. Suponemos que ella también quería feminizar la política y terminar con esa pulsión de muerte típicamente masculina. Por su activo papel reaccionario, correa de transmisión entre el Estado peruano y las masas –especialmente las mujeres–, un comando de aniquilamiento, íntegramente compuesto por mujeres comunistas, la ejecutó en 1992. En estricta aplicación del terror rojo revolucionario –que, como es natural, no hizo distingos por el negro de su piel ni por el morado de su ideología, ante los que cualquier revisionista tendría reparos políticamente correctos–, su cuerpo sin vida fue radicalmente deconstruido en plena calle por la acción de cinco kilos de explosivos, fuera de la casa donde dejó de respirar. Cuatro días después de su sepelio, su tumba fue igualmente dinamitada por el PCP.[98] Éste es el verdadero epítome del antagonismo ideológico y político entre el marxismo y el feminismo, es decir, entre el movimiento obrero revolucionario y el movimiento femenino burgués: la guerra civil entre las dos clases que ha producido el moderno modo de producción.




Notas: