Del Gran Debate al Gran Viraje:

Trotsky, Stalin y el Partido del proletariado en 1924-29

“La nobleza feudal agonizante se vengaba de la burguesía que triunfaba y la desplazaba; se vengaba no sólo mediante conspiraciones e intentos de insurrección y restauración, sino también mediante torrentes de burlas a costa de la incapacidad, la torpeza y los errores de esos "advenedizos" e "insolentes" que se atrevían a empuñar el "sagrado timón" del Estado sin poseer la preparación secular que para ello tienen los príncipes, barones, nobles y aristócratas. Del mismo modo, los Kornílov y los Kerenski, los Gots y los Mártov, toda esa cofradía de héroes de la chalanería y del escepticismo burgueses, se están vengando ahora de la clase obrera de Rusia por su "atrevido" intento de tomar el poder.”

Lenin

“La política es la relación entre las clases: esto decide la suerte de la República.”

Lenin

“El proletariado no puede actuar como clase más que constituyéndose él mismo en partido político."

Marx



Acontece con la Revolución de Octubre aquello que Lenin, al comienzo de su celebérrimo El Estado y la Revolución, ya señalaba que ocurría con los revolucionarios del pasado en general y con Marx en particular: que, tras sufrir indecibles persecuciones en vida, son sometidos después de su muerte a una canonización edulcorada que los convierte en «iconos inofensivos» cargados de respetabilidad burguesa. Antes, los marxistas legales articulaban una adocenada teoría crítica para encauzar hacia el liberalismo y el sindicalismo estrecho al naciente, pero no por ello menos amenazante, movimiento obrero ruso. Ahora, adormecido el fantasma rojo, los legales posmarxistas, desde sus tribunas universitarias, disertan tranquilamente sobre Eisenstein y Maiakovski, sobre reactivar Lenin y ─¡cómo no!─ sobre el topicazo de la revolución traicionada, con sus traseros bien atornillados a la butaca del vivir del cuento. ¡Fíjense ustedes, que hasta un respetable prohombre amante de la legalidad y de las consensuadas garantías democráticas como Alberto Garzón celebra el centenario del amanecer rojo con una nueva campaña de abochornamiento del comunismo!

Pero, sin despreciar tampoco el peso específico de los parásitos del trabajo intelectual y de los superstars del eurocomunismo pop, infinitamente más tóxico para la causa de la emancipación es el estado de animación suspendida en que la mantiene el grueso del revisionismo extraparlamentario (que no por ello menos cretino en lo que respecta al fetichismo de las instituciones con las que la burguesía ordena y dirige su mundo). Y es que, a priori, la pragmática «lucha en la calle» puede granjearse mayores simpatías entre la juventud contestataria que los apolillados trajes de un Carrillo maquillado. En esa escuela de mediocridad intelectual y de culto al obrero de cuello duro, la bancarrota parece siempre preludio de victoria. Basta afinar un poco más para la próxima vez, la definitiva... ¡Si no hay otro camino posible!

De hecho, y en esta línea, ya hemos dicho en las páginas de esta revista[1] que, con motivo del Centenario, nuestros gestores burgueses del movimiento obrero buscarían en Octubre la receta con la que, bien pertrechados de consignas revolucionarísimas, levantar a los explotados bajo su égida. Y tal ilusión es perfectamente acorde a su posición de clase. Como nos enseña el leninismo, bajo la fraseología del espontaneísmo obrerista se esconde la realidad de que, en el imperialismo, es la aristocracia obrera, y no el proletariado en general, quien puede actuar directamente como sujeto político, como interlocutor de la burguesía de tú a tú, y sin mayor mediación que una base social lo suficientemente amplia como para permitirle llamar a la puerta del Estado y, lozano, berrear: ¡¿Qué hay de lo mío?!

Pero, por contra, el proletariado revolucionario, que para empezar no basa su proyecto emancipador en el aclimatamiento de la sociedad de clases a sus necesidades de supervivencia, tiene una lista de tareas a cumplir antes de poder romper el muro de la historia ─o el suelo bajo los pies de la burguesía─ y entrar en ella como magnitud política efectiva. Como ya intuirá el lector familiarizado con las publicaciones de la Línea de Reconstitución (LR), a lo que nos referimos aquí es a esa columna vertebral de la reconstitución ideológica que es el Balance del Ciclo de Octubre, ejercicio lo suficientemente sustancial como para llenar y ordenar toda una fase estratégica de la revolución. A lo largo del año presente, y consciente de la sustantividad de la vanguardia en la labor de construcción revolucionaria, la vanguardia marxista-leninista se ha entregado, sistemática y rigurosamente, a dicha faena, centrada en la Revolución de Octubre y con la vista puesta en disputarle al revisionismo la referencialidad ideológica y política de la que éste disfruta espontáneamente en el seno de aquel sector de la clase obrera que se interroga por la superación de la sociedad de clases.

Testimonio de esta labor es, como el resto de artículos que integran el presente número de Línea Proletaria, el trabajo que ahora publicamos y sometemos al juicio de la vanguardia. En él recorreremos, en un plano más ideológico que político, el devenir del sujeto revolucionario, esto es, del Partido Comunista bolchevique ─PC(b)─, en la URSS de los años 20, a través de su conceptualización por la vanguardia revolucionaria soviética. Sin embargo, antes es parada obligada detenernos en comentar algunos aspectos de primerísima importancia que envuelven su constitución como cuerpo político en este período.

De tradiciones y rupturas ante el horizonte de la emancipación

Alborea el año 1921 en lo que una vez habían sido las tierras del zar, irreconocibles cuatro años después de la caída del imperio. Por un lado, el proletariado soviético se encuentra en el poder. Se ha (re)constituido como movimiento revolucionario, como Partido Obrero de Nuevo Tipo, ya antes del estallido de la conflagración europea, ha tomado el cielo por asalto y ha impuesto su dictadura de clase contra los ejércitos blancos, derrotándolos militarmente. Por otro lado, la guerra imperialista y la guerra civil han dejado a las jóvenes repúblicas soviéticas completamente arrasadas. La hambruna engendra un extenso mercado negro en las ciudades y un notable retorno a la agricultura patriarcal y de subsistencia en el campo. Los bolcheviques han pagado un alto precio por el poder: los ingentes sacrificios materiales del comunismo de guerra hacen entrar en crisis la alianza con el campesinado. Si la adopción del programa agrario de los socialrevolucionarios «el día después de la revolución» había puesto a los campesinos del lado del Poder soviético mediante una alianza de guerra[2], los rigores de la subsecuente conflagración militar acabarán por romper ese precario entendimiento: son los tiempos de la insurrección de Cronstadt y de las andanzas de Néstor Majno en Ucrania[3], testimonios por excelencia de la incipiente ruptura de la alianza obrero-campesina forjada durante la guerra civil y cuya contraparte era el sistema de requisas de los productos agrarios para satisfacer las necesidades del frente.

Pero no es la situación en el campo lo único que está en crisis. En las ciudades, la escasa industria desarrollada bajo el zarismo ha sido destruida, y el proletariado fabril, bastión del bolchevismo, se encuentra en un estado de disgregación material que amenaza, incluso, su existencia como mera clase económica. Las políticas de dirección y disciplinamiento laboral, que los sindicatos habían consentido aplicar para movilizar a las masas de los centros urbanos, perdían su justificación con la desaparición de la amenaza nacional del terror blanco, y el clima de las relaciones entre los organismos estatales y los sindicales no dejó de enrarecerse desde finales de 1920.

La Oposición Obrera será la voz que desde dentro del PC(b) recoja el descontento de las masas ante la carestía permanente y un fuerte sentimiento de haber sido reemplazadas por la burocracia estatal, espuriamente identificada con el Partido. Más allá de las veleidades economicistas de sus reivindicaciones[4], que por otro lado partían más de un vago estado de ánimo que de un programa definido, la Oposición Obrera no deja de tener su mérito histórico por cuanto nos informa de las contradicciones que surcaban el cuerpo del bolchevismo, cual heridas del nacimiento por cesárea que lo arrancó del vientre socialdemócrata, y que van a aflorar precisamente al término de la guerra civil. Para cuando el sujeto revolucionario se encuentra ante el timón del Estado, los huesos, flexibes en la infancia, han calcificado, y, dejada atrás la adolescencia, ya no le volverá a cambiar la voz. En una coyuntura absolutamente nueva, con la vanguardia dirigiendo el Estado, la Oposición Obrera viene a expresar la natural tendencia a volver sobre el refugio conocido. En un sentido inmediato, el vuelco hacia el economicismo socialdemócrata es claro: las masas y su «vida cotidiana» dedicadas a los problemas económicos y al desarrollo de las fuerzas productivas; la vanguardia, a los problemas políticos y a hacer la revolución, para eliminar las trabas que impiden la libre creatividad de las masas, retirándose después del proscenio de la historia (el campesinado, por cierto, no aparece en su horizonte visual). Pero esta disidencia obrerista tiene implicaciones más profundas, que tocan la médula del sujeto bolchevique. Pues, si la guerra civil consiguió movilizar a todas las fuerzas a la izquierda del Gobierno Provisional en pos de la conquista del poder para la clase obrera, una vez se hubo realizado este primer hito estratégico, las diferencias ideológicas entre estos sectores hubieron de pasar de nuevo a primer plano: cuando el fin de la guerra hace caducar los vínculos políticos nacidos de las exigencias militares, un sector del Partido resucita la organización fraccionalista, la libertad de crítica, y el corporativismo obrerista[5]. Es decir, el modelo socialdemócrata de construcción del partido, como federación de sujetos libres, iguales e independientes que se ponen de acuerdo en torno a un programa de reformas favorable a la clase obrera en cuanto clase asalariada.

Pero ─y esto es fundamental comprenderlo, para evitar toda caricaturización doctrinaria del Balance─ ello no es una mancha en medio de la pureza del bolchevismo, sino que forma parte de su cuerpo político mismo, cuerpo que desarrolla la guerra de clases abierta y consigue tomar la maquinaria del Estado. Y es entonces, al caducar las condiciones de la alianza con sectores no hegemonizados ideológicamente, cuando quiebra el pacto, no sin resentimiento físico para el sujeto bolchevique, que además tenderá a asimilar la posición política concreta que adopte en cada batalla como su genuina posición de principios, cosa que a largo plazo terminará por hipotecar la visión estratégica de la revolución y el comunismo. Pero, mientras no llegaba el momento de la ruptura con la corriente que obstaculizaba el desarrollo coherente del plan bolchevique en esta o aquella coyuntura, la alianza política con ella estaba legitimida por cuanto ampliaba la proyección de la línea revolucionaria de la vanguardia hacia las masas, estableciendo las mediaciones pertinentes y garantizando su espacio político independiente.

Y es que, como ha señalado en múltiples ocasiones la LR[6], la ruptura con la socialdemocracia llevada a cabo por el comunismo revolucionario, con el bolchevismo a la cabeza, se produjo únicamente allí donde los catecismos doctrinarios de la II Internacional resultaban ya insuficientes y pasaban a entorpecer el desarrollo del movimiento revolucionario de masas. En ello jugaron su papel tanto factores de onda larga, históricos, en los cuales da la tónica general el entrelazamiento de Revolución burguesa y Revolución Proletaria y la consecuente primacía de la política, del problema de la toma del poder, como de onda corta, que tienen que ver con la conformación material concreta del sujeto revolucionario soviético ─ése que da inicio a todo un Ciclo de la Revolución Proletaria Mundial (RPM). Para ilustrar esto puede sernos útil una de las numerosas tentativas de Lenin por analizar qué hay de universal en la Revolución de Octubre, en el primer Congreso de la Internacional Comunista (IC):

“(…) el curso general de la revolución proletaria es igual en todo el mundo. Primero, la formación espontánea de los Soviets; luego, su propagación y desarrollo; más tarde se plantea prácticamente la cuestión: Soviets o Asamblea Nacional, o Asamblea Constituyente, o parlamentarismo burgués; completo desconcierto entre los jefes y, por último, la revolución proletaria. Pero yo creo que después de casi dos años de revolución no debemos plantear la cuestión así, sino que debemos tomar acuerdos concretos, ya que la propagación del sistema de los Soviets es para nosotros, y sobre todo para la mayoría de los países de Europa Occidental, la más importante de las tareas.”[7]

Más allá del excesivo apego a factores de orden más circunstancial que universal, comprensible dada la escasa experiencia que el proletariado tenía entonces en la lucha por erigirse en clase dominante, hay algo que llama la atención por su ausencia, y aún más tratándose de Lenin: el Partido Comunista. Aunque sí es cierto que la indicación final parece apuntar hacia la necesidad de crear conscientemente los órganos del poder proletario, la única insurrección victoriosa fue, precisamente, la rusa, donde los Soviets se formaron espontáneamente y sólo luego fueron hegemonizados por el comunismo. Y aquí es donde esa omisión del papel del Partido Comunista se despliega en toda su gravedad y profundidad histórica. Pues la condición para conquistar los Soviets para el comunismo fue la previa existencia del Partido Comunista, como organización de la vanguardia más sus correas de transmisión con las masas[8], que permitió a los bolcheviques realizar los correspondientes ajustes tácticos en el período que va de Febrero a Octubre de 1917, por no hablar ya de los duros años de 1918-1921.

Como más adelante podremos ver, este silencio no dejará de tener consecuencias sentidas ya en época temprana. Y es que la esencia de la Revolución de Octubre quedaba oscurecida por la práctica inmediata de los propios bolcheviques, cuya experiencia, a sus ojos, había consistido en tomar el testigo como ala izquierda de la revolución y hacer que el movimiento de masas desbordase a la democracia pequeñoburguesa (mencheviques y eseristas) que hasta el día anterior lo encabezaba. Se trata de una ruptura, como decimos, predominantemente política, arrolladora expresión de los frenéticos tiempos de la Revolución burguesa en los que se tuvo que manejar la vanguardia, cabalgando sobre un movimiento de masas mucho más amplio de lo que podía digerir y, consecuentemente, viéndose obligada a recurrir a la vieja maquinaria estatal para llegar a aquellos sectores demasiado alejados de su radio de acción e influencia. Una gesta, vale la pena adelantarlo, lo suficientemente luminosa como para poder cegar a los propios revolucionarios.

Si ordenamos todos estos elementos en un esquema tripartito que los organice de menor a mayor profundidad, podemos reconstruir ya ese cuerpo orgánico del bolchevismo. En primer lugar, en la capa más exterior, a modo de piel y uñas, tenemos un amplio aparato militar y organizativo tomado del Estado zarista, que protege a los órganos internos del invierno ruso, siempre amenazante, a las puertas. Descendiendo un nivel, llegamos a la musculatura que permite poner al servicio del comunismo ese aparato: la vinculación política con las masas, realizada en gran medida gracias a aquél y constituida, además, en competencia con la democracia pequeñoburguesa, la cual ha sido desbancada y sustituida por el bolchevismo. Finalmente, y como osamenta que sostiene ese colosal cuerpo, la concepción del mundo, la cual sólo se ha separado de la ideología de la II Internacional allí donde ésta entorpece su vinculación revolucionaria con un movimiento de masas ya en ascenso y su elevación a más allá de sus horizontes democráticos espontáneos.

Así, la fusión del socialismo y las masas, la constitución política del bolchevismo y su preeminencia, es la clave que ordena todo su ciclo vital. Ello garantiza poner el Partido al mando del fusil, defendiendo coherentemente los intereses de la lucha de clase del proletariado ─al contrario de los socialdemócratas que en 1914 pusieron a sus partidos bajo las órdenes del patriótico fusil─, pero al mismo tiempo oscurece la relación que media entre el Partido y el Estado, esto es, entre el sujeto de la revolución y los medios de los que se dota para cumplir sus fines. Aquí, el silencio de Lenin deja de ser un simple vacío para adquirir un relieve y una volumetría. Es la textura de un Ciclo en el que el sujeto va a ser lo bastante audaz como para empuñar sus armas, pero careciendo, por su propia bisoñez y juventud histórica, de la perspectiva necesaria para comprender que la batalla no la gana (o la pierde) la espada, sino el espadachín. Pues, como ya indicamos, el esqueleto ideológico del bolchevismo se constituye en torno a la cuestión del Poder, en torno a la cuestión de romper con los postulados más liquidadores de la socialdemocracia que impedían que el rugiente movimiento democrático de masas en Rusia fuese aprovechado por los revolucionarios como trampolín hacia el surgimiento del proletariado revolucionario como sujeto histórico. Y tan profundamente lo marcará este nacimiento bastardo que, mientras se dejaba los ojos en comprobar al milímetro la aptitud tecnológica de su acero, se olvidará de cómo blandirlo contra su contrincante.

En la situación de 1921, y como dramáticamente probaban las revueltas campesinas, la pérdida del apoyo en el campo amenazaba la existencia misma de la dictadura del proletariado. La descomposición de la alianza militar de los años 1917-1921 demostraba la fragilidad de la vinculación del proletariado revolucionario con el campesinado: éste no se había aproximado ideológicamente al bolchevismo, sino que sus destinos estaban trabados por los mimbres del Estado del proletariado, del Estado burgués sin burguesía, y de su capacidad para satisfacer las exigencias del campo. El estrecho corporativismo obrerista de la Oposición Obrera alimentaba las dinámicas espontáneas del comunismo de guerra, tendentes a enfrentar a los campesinos al Poder soviético. Pero Lenin, consciente de que la dictadura del proletariado en Rusia era ante todo la alianza de la clase obrera con el campesinado, dedicará los meses de las discusiones sobre los sindicatos a madurar un plan que, cambiando la forma, permita mantener el contenido de esa alianza y salvar el Poder soviético y la revolución:

“Es imposible realizar la dictadura sin varias ''correas de transmisión'', que van de la vanguardia a las masas de la clase avanzada y de ésta a las masas trabajadoras. En Rusia, las masas trabajadoras son campesinas; en otros países no existen tales masas, pero hasta en los más adelantados hay una masa no proletaria o no puramente proletaria.”[9]

En sus referencias a la «reedición de la guerra campesina» de la que hablaba Marx como medio de asegurar la retaguardia estratégica de la Revolución Proletaria[10], Lenin intuye genialmente el medio por el que el maoísmo, años después, se vinculará a las masas agrarias en los países dependientes y semifeudales. Esto señala, una vez más, al sustrato común que compartían todas las corrientes proletarias del Ciclo de Octubre, su necesaria imbricación en torno a un eje de problemas en el fondo idénticos. Pero la guerra campesina ya no podía, en Rusia, materializar esa «correa de transmisión» entre la vanguardia y el campo. Cerrada esta puerta al sujeto soviético debido a la consolidación de su fisonomía específica, los bolcheviques echarán mano de aquello que les resulta familiar y les queda más cerca: la doctrina de la II Internacional acerca de la transformación del campesinado. En La cuestión agraria, Kautsky habla de que, tras tomar el poder para sus propios fines, el proletariado iniciaría «la transformación del Estado dominador en Estado civilizador»[11] para implementar medidas económicas tales que «los innumerables propietarios de las empresas enanas parásitas, renunciarán alegremente a la apariencia de independencia y propiedad cuando la gran empresa socialista les muestre sus ventajas concretas», concluyendo que «el Estado no solamente no quitará nada a los campesinos sino que les dará abundantemente»[12]. En otras palabras: transformar la mentalidad de los campesinos mediante el ejemplo de las ventajas prácticas de la gran industria socialista. Salvando las jerigonzas "civilizadoras" de Kautsky (por otro lado de uso común también entre los comunistas rusos), no es difícil ver el parentesco entre estas formulaciones y el planteamiento leniniano de fondo respecto a la actitud hacia al campesinado:

“Resolver este problema en relación con el pequeño agricultor, sanear, por decirlo así, toda su psicología, únicamente puede hacerlo la base material, la maquinaria, el empleo a gran escala de tractores y otras máquinas en la agricultura, la electrificación a escala masiva.”[13]

Pero la antigua Rusia campesina arrasada por la guerra no era el "avanzado Occidente". No disponía de una industria desarrollada y articulada cuya expropiación permitiese al proletariado arrastrar, automáticamente, a las masas trabajadoras detrás de sí. Las intentonas colectivizadoras del primer período del comunismo de guerra así lo demostraban. Se imponía una labor previa, preparatoria, de concesiones al campesinado para preservar la dictadura proletaria y desarrollar las fuerzas productivas del país, abriendo la posibilidad de abordar, en un futuro, la construcción de la «gran industria socialista». Surge de este modo la Nueva Política Económica (NEP, por sus siglas en ruso):

“(…) en este período de transición, en un país en el que predomina el campesinado, debemos saber pasar a la adopción de medidas que aseguren las condiciones económicas de existencia de los campesinos, a la adopción del máximo de medidas para aliviar su situación económica. Mientras no transformemos a los campesinos, mientras no los transforme la gran producción mecanizada, debemos asegurarles la posibilidad de llevar libremente su hacienda.”[14]

La aplicación creativa de las ideas de viejo cuño a la realidad política en la que estaba inmerso el proletariado revolucionario evita la esclerotización del sujeto y su aterrizaje forzoso. No sólo se mantiene en el poder, sino que además se desarrolla políticamente en la medida en que aún no ha cumplido su plan último, esa industrialización de la URSS, identificada con el advenimiento del comunismo[15] y que signa toda una brecha de negatividad abierta entre la Rusia socialista, recién salida del «barbarismo asiático» del zarismo, y el Occidente capitalista.

La NEP se adopta, en un primer momento, como medio para dar solución a los problemas del abastecimiento y del hambre. Su viga maestra consiste en la sustitución del sistema de requisas por el impuesto en especie, cosa que trae aparejada la libertad del campesino para comerciar con el excedente y un previsible desarrollo del capitalismo, que aceleraría la división social en el campo y el desarrollo de sus fuerzas productivas[16], para así afianzar los lazos del proletariado con el campesinado y dotarse de una mejor posición para acometer esa ansiada industrialización. Y hablamos de una mejor posición en un sentido económico (restaurar el metabolismo entre campo y ciudad, el «intercambio socialista»), pero sobre todo político: «La sustitución del sistema de contingentación con el impuesto en especie es ante todo y sobre todo una cuestión política, pues su esencia reside en la actitud de la clase obrera ante los campesinos»[17]. Se trata de una respuesta que la vanguardia bolchevique articula en base a la experiencia de los años 1917-21: «De la alianza militar debemos pasar a la alianza económica, y, hablando en teoría, la única base posible de esta última consiste en establecer el impuesto en especie»[18]. En síntesis: hacer concesiones al libre mercado y, en particular, al campesino medio, para así fortalecer la hegemonía bolchevique en el campo, resolviendo, además, la cuestión de la carestía y preparando el terreno para una futura revolucionarización de la conciencia («la psicología») del campesinado mediante la deslumbrante industria socialista.

Educar a la vanguardia en el ejercicio del balance de su práctica, vincular las necesidades de la revolución a las necesidades inmediatas de las masas, transformar a éstas mediante su propia experiencia política... Con la NEP, el bolchevismo consigue seguir desarrollando los ingredientes fundamentales de una línea política revolucionaria, del Programa de la Revolución, fundiendo el marxismo, la teoría de vanguardia históricamente determinada, con el mundo existente, buscando transformarlo de acuerdo a un plan estratégico en un terreno nunca hollado hasta entonces. Sin entrar aquí a valorar el papel de la mentalidad productivista, de matriz kautskiana, que subyacía a los planteamientos bolcheviques, señalaremos que, con la NEP, el proletariado revolucionario consigue sumergirse en su contrario, el inmenso océano pequeñoburgués del campo ruso, y conjurar su posible transformación en una reserva del capitalismo y el imperialismo, encontrando nuevas formas con las que regenerar la alianza obrero-campesina. El objetivo ya había sido enunciado por Lenin, y en forma de tarea general del período de transición, en la discusión sobre los sindicatos:

“(…) incorporar a las grandes masas como medio principal (pero no único) de lucha contra el burocratismo; y, finalmente, una indicación prudentísima: ''permite'' establecer ''un control popular'', es decir, obrero y campesino y no sólo proletario, ni mucho menos.”[19]

Con esta «indicación prudentísima», hija de la experiencia de cuatro años de revolución, el dirigente bolchevique deslinda claramente con los prejuicios obreristas de la II Internacional, que la Oposición Obrera recogía y agitaba como insignia de pureza proletaria. Pero también, yendo un paso más allá, vemos que Lenin entiende la elevación de las masas, tanto obreras como campesinas, como medio para combatir la burocracia, esa realidad heredada que llena de contenido el período de transición[20] y en lucha con la cual el pueblo aprendería «a administrar y hacer las cosas de manera que sea cada vez más numerosa la capa avanzada que el proletariado ha destacado de su seno a los puestos de dirección y de organización, que vengan a remplazarla nuevos sectores obreros, que este sector se multiplique por diez»[21]. En otras palabras, lo que garantiza que el Estado sirva a los intereses del comunismo es esa fusión de la perspectiva revolucionaria de la vanguardia con las masas en un movimiento único, esto es: el Partido Comunista.

Esta idea no es, desde luego, nueva: la fusión del socialismo científico con el movimiento obrero, la dialéctica vanguardia-masas, es la clave de bóveda que ha permitido al bolchevismo desarrollarse desde que existe como corriente política en la socialdemocracia rusa y constituye el principio de la construcción revolucionaria en general. Pero aquí vemos cómo Lenin intenta aplicarla al período de transición, con la clase obrera y la burocracia conviviendo en el poder. Ahora bien, el líder bolchevique pone el acento en lo que él entiende la contradicción principal que obstaculiza el tránsito al socialismo: la existente entre el conjunto de las masas populares y el aparato estatal. No podemos resistirnos, en este punto, a ver una clara continuidad entre el balance que Lenin hace de 1917 y lo que ahora ve en la República soviética: la cuestión del poder como urgencia, como competencia con fuerzas de clase ajenas al proletariado por copar la dirección de los órganos de poder. La cuestión del quién dirige entronca así con la problemática, que ya había obsesionado a la democracia burguesa radical, de llegar a ser lo bastante osado como poder apoyarse en el movimiento democrático de masas hasta el final. El insurreccionalismo es, justamente, la manera radical de entender este paradigma histórico: el recurso a las masas como medio de reordenar el Estado, o, lo que es lo mismo, la correlación de fuerzas de clase. Pero aquí la vanguardia ocupa un lugar subsidiario. Todo se juega en la dialéctica entre las masas y el Estado. Aquella omisión del Partido Comunista en el esquema de Lenin testimonia así la tesitura de un Ciclo, cuyos resultados históricos ya empiezan a decantarse con el encontronazo de los bolcheviques con los problemas del poder: con la rigurosa coherencia propia de los mejores revolucionarios, los comunistas rusos extraerán de Octubre su «guía para la acción» para una etapa cualititativamente nueva en la historia de nuestra clase. Claro que, como fue leitmotiv habitual durante el Ciclo de Octubre, lo nuevo ─en este caso las implicaciones históricas de la NEP─ nunca sería claramente conceptualizado por la clase de vanguardia, quedando a menudo como un recurso político forzado por la situación objetiva. Y no es que no lo fuese; pero el desarrollo ideológico de la línea revolucionaria va a estar cada vez más supeditado a la coyuntura, estrechando los posibles caminos a medida que se desarrollaba la lucha de clases en la URSS. A esto se suman esos elementos que objetivamente[22] acogieron el nacimiento del sujeto revolucionario soviético y serán tomados ─necesariamente─ como principios universales de la Revolución Proletaria. Y es en esta confluencia de las tradiciones de los muertos y de las perspectivas de los vivos donde se desarrollan los grandes debates de los años 1924-26, auténtica guerra de movimientos en el camino de recuperar la perspectiva estratégica que siete agitados años de revolución habían ido limando.

Un Gran Debate en pos de una orientación estratégica para el comunismo

La NEP no pudo dejar de sembrar desconcierto entre las filas bolcheviques. Prueba de ello es la ambigüedad con la que era definida por los dirigentes del PC(b): a veces se entiende como un retorno al «camino seguro», frente a las «aberraciones» militarizadoras y autoritarias de la guerra civil y las necesidades del frente; otras, como un «retroceso», un «paso atrás» impuesto por las condiciones particulares de la Revolución Rusa, en estrecha conexión con el diagnóstico de que los errores del comunismo de guerra no eran de sustancia, sino de grado.

Pero hubo otro factor, estrechamente conectado con el significado político de la NEP, que vino a trastocar las nociones bolcheviques sobre la dinámica de la revolución: el período que se abría, a partir de 1923, de reflujo en la RPM, y que venía a dar al traste con la idea ─que tenía casi el peso de un prejuicio─ de que Rusia empezará y Europa culminará la Revolución. Es en el otoño de ese año cuando fracasa la última tentativa insurreccional en Alemania, país predestinado a ser el centro de las luchas socialistas en Europa. El vaticinio de la IKKI y la Profintern de que «la revolución mundial formará un bloque territorial desde Vladivostok hasta el Rin»[23], lanzado apenas unas semanas antes, se desvanecía definitivamente en el aire.

La perplejidad ante esta situación era máxima. La URSS no sólo dependía de un compañero insólito, el campesino medio, sino que tampoco podía contar con su aliado por naturaleza, el proletariado de los países "avanzados". Así recoge Stalin, en 1925, esta estupefacción:

“Este aliado, vosotros lo sabéis, no es muy firme, los campesinos no son un aliado tan seguro como el proletariado de los países capitalistas desarrollados. Pero son, con todo, un aliado, y de todos los que tenemos es el único que nos presta y nos puede prestar ayuda directa ahora mismo, recibiendo la nuestra a cambio.”[24]

Esta coyuntura de desorientación entre la cúpula del PC(b) es el trasfondo sobre el cual surgen los debates del período 1924-1926, en los que se enfrentan las posiciones, opuestas pero ambas anudadas por el sustrato común del Ciclo, de la revolución permanente y el socialismo en un solo país. No obstante, aquí vamos a prescindir de analizarlas en su integridad[25] para centrar toda nuestra atención, como ya adelantamos, en el problema de la conceptualización del Partido Comunista por Trotsky y Stalin, problema que aparece, sintomáticamente, de forma más implícita que explícita a lo largo de sus intervenciones en el debate de estos años.

Por decirlo con el propio Trotsky: la cuestión del Partido se presenta sólo en la medida en que «el proletariado no puede conquistar el poder mediante una insurrección espontánea», pues, «para el proletariado, nada puede sustituir al partido»[26]. En estas coordenadas, el Partido, su naturaleza política e histórica, se concibe en función de la cuestión del poder, esto es, de la cuestión del recorrido necesario para erigir al proletariado en clase dominante. Esta idea podría ser perfectamente suscrita por todas las corrientes germinadas sobre el suelo del Ciclo de Octubre ─tanto las ya enterradas como las que aún pululan entre las organizaciones comunistas actuales[27]. Como hemos visto, el parto revolucionario que lo alumbra se produce justamente en esos parámetros, con el consecuente protagonismo de los problemas de la construcción del Partido en dirección al poder, más que los de su constitución.

Y es que tanto la hegemonía del marxismo ─eso sí, vulgarizado─ de la II Internacional entre quienes pensaban la Revolución a principios del siglo XX como el clima de ofensiva proletaria mundial que despegó en 1917 ─y que cristalizó político-organizativamente en la IC─ favorecían que los problemas concernientes a la constitución del Partido Comunista se diesen por resueltos o, como mucho, como fácilmente solventables en el marco de la actividad inmediata de la vanguardia. Por eso, los problemas que se le presentaban a ésta eran, principalmente, los de cómo construir los vínculos políticos y organizativos necesarios para tomar el poder, que entonces tenían que entenderse como diferenciación política respecto de la socialdemocracia, como materialización consecuente de la ruptura con ella. Pero si la constitución política, la fusión del socialismo con las masas, es condición y base para la construcción del Partido, su progresiva erosión del esquema bolchevique impulsaría la tendencia a comprender el problema de tomar el poder como una cuestión cada vez más técnico-organizativa[28]. La correlación entre la vanguardia y las masas es el criterio por el cual aquélla se guía para desarrollar concretamente su Plan y para escoger los recursos tácticos más adecuados, entre los que, como nos enseña el leninismo ─y sin que sirva de pretexto a un relativismo espurio─, no hay ninguno per se absoluto. De hecho, buena parte de las más duras batallas libradas por Lenin en el seno de la socialdemocracia rusa (y en el seno del comunismo internacional) comparten el escenario de un sector del partido que no comprende, o no quiere comprender, los cambios tácticos a los que obliga una coyuntura nueva, justamente por entender la táctica anterior, ya caduca, como la única en general correcta y fundada en principios: así ocurrió con el boicotismo fanático del otzovismo y del ultimatismo ante la III Duma, con la actitud de los «dirigentes del interior» ante el Gobierno Provisional tras la Revolución de Febrero, con el rechazo de los "izquierdistas" rusos al recurso a los especialistas burgueses durante el comunismo de guerra o con el de los "izquierdistas" alemanes a trabajar en el sindicato y el Parlamento, aún en un contexto de ofensiva del comunismo. Pues bien, esa suspensión en el limbo de las tareas de la constitución o reconstitución induciría a los comunistas revolucionarios ─y sigue induciendo a la farisaica canalla del revisionismo─ a poner la construcción del Partido (más política que ideológica, y más organizativa que política) como medio para lograr la fusión entre la vanguardia y los elementos avanzados de las masas, invirtiendo el orden lógico de los términos y, en consecuencia, absolutizando ciertas medidas orgánicas como la táctica correcta, en abstracto y sin ningún tipo de relación con la lucha de clases. Esto llevaría, esporádicamente primero y sistemáticamente después, a la revisión de la doctrina leninista de que la conciencia se aporta al movimiento espontáneo desde fuera con el dogma organicista, dominante en la tradición cominterniana, de que la vanguardia dirige al movimiento espontáneo de masas desde fuera. Es decir, sin haberse fundido como movimiento consciente que se organiza en función de la resolución de sus tareas y, por tanto, y en su versión más degenerada, sustituyendo este requisito con la erección ex novo de todo un sistema burocrático-administrativo que luego se llenaría con la sustancia proletaria mediante la ligazón con las masas.

El asentamiento de esta desviación de la correcta comprensión leninista de la dialéctica entre la vanguardia y las masas fue, como decimos, paulatina. Su necesidad proviene de que las particulares condiciones de formación del Ciclo, de conquista de un movimiento de masas preexistente, exigían al mismo tiempo que la vanguardia contase con garantías de independencia y autonomía, para lo cual la organicidad de sus destacamentos se presentaba como un dique fiable tanto para evitar su corrupción burguesa como su disolución entre las masas. Ahora bien, si decíamos más arriba que prácticamente todas las corrientes del Ciclo podrían solidarizarse con la sentencia de Trotsky de que el Partido Comunista es necesario en la medida ─y "sólo" en la medida─ en que la clase obrera no puede conquistar espontáneamente el poder, ya en 1924 sus posiciones van a demostrar no estar a la altura que exigía el Ciclo para proseguir su desarrollo.

Y es que, aunque esas relaciones externas entre la vanguardia y las masas, su relativa independencia incluso fundidas como movimiento revolucionario, marcaban, a modo de condicionada impronta, todas las sensibilidades del bolchevismo, Trotsky, en Lecciones de Octubre, el polémico artículo que abre el Gran Debate, va a exagerarla hasta sopesar la posibilidad de «situaciones en las cuales se den todos los presupuestos para una revolución, excepto una dirección de partido clarividente y decidida, basada en la compresión de las leyes y los métodos de la revolución»[29]. Es decir, la posibilidad de un movimiento revolucionario de masas que ponga contra las cuerdas al régimen político imperante pero que sea incapaz de hacerse con el poder por carecer de esa «dirección de partido clarividente y decidida», de una auctoritas que, hasta ese momento, no tenía nada que ver con esa marea ascendente ya en marcha. Ante la recomendación leniniana de «no plantear la cuestión así», de crear conscientemente ese nuevo poder y evitar repetir la espontaneidad del proceso soviético[30], parece que Trotsky nos está hablando aquí de una vanguardia ─identificada con el Partido─ que se mueve al margen y por encima de las masas, es decir, sin una línea de masas ni un sistema único de organizaciones con las que se vincule organizadamente a ellas, elevándolas política e ideológicamente de manera sistemática. Pero, ¿en qué consiste entonces el poder proletario? Veamos:

“Si por bolchevismo se entiende, en esencia, una educación, un temple, una organización que haga a la vanguardia proletaria capaz de conquistar el poder con la fuerza de las armas, si por política socialdemócrata se entiende una actividad de oposición reformista en el marco de la sociedad burguesa y una adaptación a las leyes de la misma, es decir, una educación de las masas tendente a reconocer que el Estado burgués es indestructible, entonces está claro que aún en el seno del partido comunista, el cual no surge armado de la fragua de la historia, la lucha entre las tendencias socialdemócratas y el bolchevismo debe manifestarse con máxima claridad, abierta y patentemente, cuando se plantea directamente la cuestión de la conquista del poder en el período revolucionario.”[31]

La esencia de la política del bolchevismo consiste en que la vanguardia sea capaz de hacerse con el timón del Estado por la «fuerza de las armas». Eso dice Trotsky. En otras palabras: la revolución consiste en el aprovechamiento del movimiento de masas para colocar a la vanguardia en el poder. Trotsky entiende las masas como recurso político hacia la toma del poder, cuestión que agota todo el contenido de la Revolución Proletaria. Es únicamente con la crisis revolucionaria ─de cuyo origen, por cierto, Trotsky no nos informa─ que se plantea el problema de vincularse a las masas, estando éstas separadas del Partido antes del clímax insurreccional. Y, de hecho, se nos dice que «todo el arte de la táctica reside en la elección del momento en el cual la correlación de fuerzas se configura del modo más favorable para nosotros»[32], lo que implica que esa «correlación de fuerzas» se mueve más por el ánimo espontáneo de las masas que por la acción consciente de los revolucionarios sobre ella. Consecuencia: «Esta crisis progresiva en el estado de ánimo de las masas puede ser únicamente superada con una adecuada política del partido: se trata, en primer lugar, de que el partido esté listo y en condiciones de conducir la insurrección del proletariado»[33]. Aquí se ve ya claramente que, si el partido (entendido como simple destacamento de la vanguardia) se puede desligar tan fácilmente de las masas, es que no hay un sistema de eslabones que vincule a aquél con los distintos sectores de éstas. No es el Partido, pues, quien actúa sobre la situación, sino la situación quien actúa sobre el Partido. A no ser, añade Trotsky, que pueda adoptar una «adecuada política» en el momento justo, en el momento de saltar hacia el poder.

Pero, entonces, ¿dónde reside la garantía de éxito de este Partido si no es en la vinculación de la vanguardia con las masas? ¿Cuál es el resorte que se desprende de la visión de Trotsky para incidir sobre el «ánimo de las masas» en el instante preciso? El Partido sólo puede ser una organización adecuada a este esquema si cuenta con un amplio aparato logístico y administrativo que le permita, en el momento adecuado, dar su «golpe de timón en la historia»[34] y hacerse con el poder. ¿Y dónde puede encontrar la vanguardia ese amplio aparato que le permita llegar a todos los rincones del país cuando se den los requisitos para hacerlo? Pues en la organización que esos elementos entregados a la «actividad de oposición reformista» crean para sí, en las organizaciones socialdemócratas y sindicales, cuya amplitud alcanza a todos los estratos de la sociedad burguesa debido a la necesidad del Estado imperialista de emplearlas para digerir y administrar el movimiento de masas. Es decir, que la línea revolucionaria debe apoyarse estratégicamente en la convivencia con el oportunismo y el derechismo socialdemócratas para incrementar su radio de acción entre las masas, no mediante la política ─esto es, mediante una línea de masas que las implique en la resolución de las tareas de vanguardia─, sino mediante la burocracia. No se crea una organización adaptada a las necesidades de la construcción revolucionaria y en función de ellas. Al contrario: puesto que el problema central de la revolución es el poder, y el aspecto dominante del poder es el administrativo (desempeñado valerosamente por una voluntariosa y napoleónica vanguardia), la estructura burocrática de la que se dota la gestoría burguesa del movimiento obrero es perfectamente válida para resolver, cuando llegue el momento, la cuestión del poder. De este modo, para Trotsky, la lucha entre la corriente burguesa y la proletaria se manifiesta o debe manifestarse de manera abierta únicamente cuando las masas ponen sobre la mesa la insurrección. Y si alguien piensa que estamos retorciendo capciosamente el asunto, basta con echar un ojo a la carrera política de nuestro hombre para confirmar que, en efecto, estas ideas guiaron ─consciente o inconscientemente─ sus acciones fundamentales a lo largo de toda su militancia en el comunismo: su voluntad de aparecer como «tercera posición» entre bolcheviques y mencheviques, ya en 1905, encontró su culminación orgánica en el antifraccionalista Bloque de Agosto de 1912-1914 como modo de cerrar filas ante el escisionismo bolchevique, que había optado por resolver el problema del fraccionalismo optando por la vía de la ruptura con el menchevismo y de la senda de la construcción independiente. Fue tan sólo meses antes de la Revolución de Octubre que Trotsky rompió formalmente con el menchevismo y se incorporó al PC(b) en su VI Congreso, en vista de que la estrategia bolchevique era la única capaz de plantear seriamente la lucha revolucionaria del proletariado. Ahora bien, una vez cerrado el período de la guerra civil, este viejo modo socialdemócrata de construcción del partido ─mediante la "unidad", y no mediante la lucha ideológica─ tenía que exigir su tributo y romper el pacto entre el PC(b) y Trotsky, que aprovecharía las crisis económicas de principios de los años 20 para tratar de imponer su línea mediante las conjuras y la desobediencia abierta a las directivas del Comité Central[35].

Por otro lado, y más allá de que esa sentencia tan lapidaria y categórica acerca de la lucha entre corrientes contradiga toda la historia del bolchevismo ─cuyo nacimiento mismo como corriente de pensamiento político y partido político estuvo marcado por la acerba confrontación ideológica contra la pacatería de la «línea de la menor resistencia»─, nos permite ilustrar cómo el liquidacionismo trotskista se eleva también hasta el plano ideológico general. Previamente a la toma del poder, la vanguardia se desarrolla sin ninguna vinculación con las masas ─sean las amplias masas o su sector de avanzada─; es decir, sin la mediación de la política. Por lo mismo, la «lucha de clases teórica» se plantea también exclusivamente con el problema del poder, con el problema de librarse de las alforjas socialdemócratas con las que se convivía hasta antes de ayer, y sin ningún tipo de papel educativo orientado a la construcción de vanguardia. De este modo, desaparece el núcleo medular de la política revolucionaria, la construcción de movimiento apoyándose en masas cualitativamente distintas y en función de las tareas a cumplir, restando únicamente unas masas grises y homogéneas y una vanguardia afanada en dotarse de un aparato que le garantice, a priori y de cara a una previsible insurrección futura, un capital político lo bastante amplio como para remontarla hasta la dirección del Estado. ¡Pero bueno! ¡Si hemos topado, ni más ni menos, con las prácticas y realistas estrategias del revisionismo!

No obstante, poco nos interesa ahora la similitud de fondo entre las ideas de Trotsky y nuestros estalinistas actuales ─a propósito, similitud que la vanguardia marxista-leninista acoge con la irónica sonrisa de quien ya conoce los juegos de manos de un tedioso farsante. Seguramente sería un ejercicio sumamente instructivo, pues tanto el primero como los segundos, haciendo gala de su materialismo grosero, tienden a confundir, o más bien a suplantar, la definición de la táctica concreta a seguir en un momento determinado con consideraciones de orden histórico-general. En el caso del Trotsky de 1924, éstas venían siendo (pre)cocinadas desde mucho tiempo atrás, y estaba, como veremos, dispuesto a sacrificar en su altar los pecaminosos hechos que no encajasen en su doctrina. Al abordar los acontecimientos de después de Febrero, Trotsky, siguiendo esta estela, no va a tener ningún tipo de reparo en hacerlo, desdeñando lo que no le vale como "accidentes":

“El partido, en cuanto se preparaba para la insurrección y la toma del poder, vio, tal como lo hacía Lenin, en las acciones de julio, sólo un accidente en el que pagamos a un alto precio una enérgica toma de contacto con las fuerzas enemigas, pero que no podía dañar a la línea de conjunto de nuestras acciones.”[36]

En consonancia con su visión estática de la revolución y de las tareas del proletariado, Trotsky nos presenta el cuadro de una insurrección en línea permanentemente ascendente, jalonada por accidentes que sirvieron de «toma de contacto» con la contrarrevolución y permitieron a los bolcheviques tantear el terreno para hacerse valerosamente con el poder cuatro meses después. Pero, ¿qué es lo que veía Lenin en las manifestaciones obreras de julio?

“Después del 4 de julio, la entrega del poder a los Soviets se hizo imposible sin guerra civil, pues en las jornadas del 4 y 5 de julio el poder pasó a manos de la camarilla militar, bonapartista, respaldada por los democonstitucionalistas y las centurias negras (…) cambio radical de la situación, el cual determina otro camino para el paso del poder a los proletarios y semiproletarios.”[37]

Es decir, que el resultado de las manifestaciones de julio, encabezadas por los bolcheviques, fue el fin de la etapa del doble poder, que al caracterizarse por una libertad democrática hasta entonces desconocida, podía permitir pensar en un traspaso pacífico de «todo el poder a los Soviets». Antes de las jornadas de julio, la democracia pequeñoburguesa aún podía inclinarse hacia el proletariado. Pero su convergencia fáctica con el poder militar-bonapartista al reprimir a los bolcheviques cerraba esta puerta: inició el período de represión y persecución abierta de los líderes obreros (es la época del exilio de Lenin en Finlandia, donde redacta El Estado y la Revolución como programa inmediato ante esta situación), de clausura de periódicos y de intentos de desarme del pueblo y restauración monárquica, que culminan en el fallido golpe de Estado del general Kornílov y en el gobierno de traición nacional de Kerenski. A su vez, esto inclinaba a las masas hacia el bolchevismo, rompiendo sus conexiones con la democracia pequeñoburguesa eserista-menchevique. Si en Trotsky vemos una progresiva adecuación de la realidad a lo que la doctrina exige, a la «línea de conjunto de nuestras acciones» (y lo que no encaje en ella es un simple «accidente»), en Lenin tenemos la permanente reformulación de la táctica concreta, a medida que se desarrolla la lucha de clases, a fin de incidir revolucionariamente sobre nuevos escenarios desde la independencia política del proletariado. Este mismo sentido tenían sus famosas Tesis de abril tras la Revolución de Febrero, que no significaban, como también quiso entender Trotsky, que Lenin «reconociese» que Rusia nunca había necesitado una «dictadura demócratica de la clase obrera y el campesinado», sino que simplemente suponían abandonar esta táctica, que había envejecido desde el momento en que la propia lucha de clases resolvió el problema de desvincular a los campesinos del zarismo (aunque, eso sí, aliándolos con la burguesía liberal, el escenario menos favorable al proletariado de todos los posibles).

Detrás de todo esto no está otra cosa que ese paso de Trotsky al bochevismo sin haberse desembarazado de sus viejas ideas mencheviques, las cuales nunca conseguiría ─ni lo pretendía─ superar. En su obra de 1906, Resultados y perspectivas, ya vemos los aliños con los que maneja su alquímica teoría de la revolución permanente:

“El proletariado crece y se fortalece con el crecimiento del capitalismo. En este sentido, el desarrollo del capitalismo es equivalente al desarrollo del proletariado hacia la dictadura. (…) la importancia del proletariado ─en igualdad de circunstancias en cuanto a fuerza numérica─ es tanto más grande cuanto mayor es la masa de fuerzas productivas que pone en movimiento: el proletario de una gran fábrica ─en igualdad de circunstancias─ tiene una importancia social mayor que un artesano, y un proletario urbano la tiene mayor que un proletario del campo. En otras palabras: el papel político del proletariado es tanto más importante cuanto más domina la gran producción sobre la pequeña, la industria sobre la agricultura y la ciudad sobre el campo.”[38]

Aunque uno podría pensar que el hecho de que la primera ola de la RPM arrancase, once años después, en la campesina y pequeñoburguesa Rusia induciría a Trotsky a revisar estas tajantes y sentenciosas aseveraciones, lo cierto es que en el prefacio de 1922 a la reedición de su libro 1905 no sólo no se retracta, sino que se reafirma en ellas:

“La revolución no resolvería los problemas burgueses que se presentaban ante ella en primer plano más que llevando el proletariado al poder. Y una vez que éste se hubiera apoderado del poder, no podría limitarse el marco burgués de la revolución. Bien al contrario, y precisamente para asegurar su victoria definitiva, la vanguardia proletaria debería, desde los primeros días de su dominación, penetrar profundamente en los dominios prohibidos de la propiedad, tanto burguesa como feudal.”[39]

Empeñado en despojar de sustantividad política a toda clase que no fuese el proletariado ─minoritario en Rusia─, Trotsky se permite postular, en un auténtico pase de prestidigitación y sin ninguna otra justificación aparte de sus vaticinios, que la vanguardia comunista sólo podría consolidar su poder si atacaba directa y frontalmente la propiedad feudal y burguesa (en la cual se cuentan también los millones de pequeñas haciendas campesinas de la Rusia de los años 20). ¡Y esto fue publicado en 1922, cuando el comunismo de guerra había probado la imposibilidad de superar inmediatamente la dispersión campesina y la NEP estaba demostrando que la dictadura del proletariado podía mantenerse conviviendo con ella!

De todos modos, este análisis de Trotsky, más allá de sus escamoteos y de su estilo insulsamente categórico, está en plena sintonía con sus ideas globales acerca de la revolución. Es que, al suplantar el planteamiento del «análisis concreto de la situación concreta» por consideraciones histórico-generales acerca del papel protagonista del proletariado en la RPM, la NEP no sólo era un paso atrás, que el proletariado debía superar cuanto antes y «destruir de esta manera la comunidad de intereses que le une con el campesinado entero»[40], sino que debería, para cuadrar en su oráculo, compensar su atraso económico relanzando la revolución en Europa, verdadera garantía contra la restauración. ¿El argumento de Trotsky? Pues, sencillamente, y como diría en 1929, porque para ello estaba madura la «economía mundial en su conjunto», que condicionaba los destinos de la Revolución rusa:

“―Pero, ¿es que considera usted que Rusia está bastante madura para una revolución socialista?―me objetaron docenas de veces Stalin, Rykov y todos los Molotov por el estilo, allá por los años 1905 a 1917. Y yo les respondía invariablemente: ―No, pero sí lo está, y bien a la sazón, la economía mundial en su conjunto y, sobre todo, la europea. El que la dictadura del proletariado implantada en Rusia lleve o no al socialismo ―¿con qué ritmo y a través de qué etapas?―, depende de la marcha ulterior de capitalismo en Europa y en el mundo. He ahí los rasgos fundamentales de la teoría de la revolución permanente, tal y como surgió en los primeros meses del año 1905.”[41]

Con semejante giro de tuerca a la ley del desarrollo desigual, Trotsky cree poder explicar por qué la revolución socialista comenzó en Rusia (donde, según su propia teoría, el papel político del proletariado tendría que ser mínimo) y, al mismo tiempo, salvar el dogma economicista-menchevique de que será el desarrollo de las fuerzas productivas lo que garantice su éxito y continuidad, que en el caso de la URSS sólo podría venir de la «ayuda estatal del proletariado europeo». Por eso, nada de recular en Occidente, nada de interrumpir una fatal y objetiva «lógica de las cosas», y, sobre todo, nada de sustituir esa ─cada vez más lejana─ ayuda del proletariado europeo por el inestable y voluble campesino ruso. El rígido esquematismo economicista y su proyección mecánica como programa práctico llevan, pese a todas las frases "revolucionarísimas" sobre continuar la acometida, a la sustitución de la política ─eje central de la lucha de clases proletaria─ por el cálculo económico y las cifras de producción industrial. Y, lo que es más, su traducción a las coordenadas de Rusia implicaría forzar la ruptura de la alianza obrero-campesina y liquidar, por tanto, la dictadura del proletariado en la URSS, desvinculando a la vanguardia de las amplias masas del campo[42].

Todo esto nos informa de la estrecha vinculación que en la lucha de clases soviética de los años 20 tenía la concepción de la NEP, como forma específica de la alianza obrero-campesina, con la concepción del Partido Comunista y del movimiento obrero. En Trotsky vemos palmariamente cómo el enfoque economicista de la situación creada se da la mano con las ideas socialdemócratas en torno a la construcción revolucionaria que permanecían adormecidas en el subconsciente colectivo bolchevique. Y remarcamos esto último: la lucha de dos líneas que se desata en el PC(b) contra los postulados más liquidacionistas de Trotsky va a estar guiada, más que por el problema de identificar teóricamente y en profundidad los postulados revisionistas, por el de la dirección práctica del socialismo en la URSS. Las consecuencias políticas de las tesis del autor de las Lecciones de Octubre abortaban incluso esta última posibilidad, y eso, en el contexto del Ciclo en marcha, marcaba la diferencia. Porque ella significaba nada menos que mantener la política en primer plano, partiendo de la correlación dada entre la vanguardia y las amplias masas (proletariado y campesinado) para abordar esa construcción del socialismo en torno a la que, insistimos, todas las corrientes del bolchevismo estaban de acuerdo como proyecto.

Este espíritu, plenamente ínsito en el precepto leniniano de «apoyarse en las propias fuerzas», es el que determina la línea de Stalin, quien más se va a preocupar de aprovechar la polémica acerca de la revolución permanente para defender, sistematizar y desarrollar teóricamente las posiciones leninistas con la teoría del socialismo en un solo país. Como decimos, aunque en ella se pueden encontrar numerosos elementos de principio, su elaboración parte ante todo de esa necesidad de preservar la dirección política del proceso soviético en manos del proletariado revolucionario, con vistas a fortalecer las posiciones del comunismo y desarrollar nuevamente la ofensiva. Y esto, por supuesto, no dejará de condicionar su fisonomía.

En ello tiene una importancia crucial la dialéctica vanguardia-masas como clave de bóveda de la política revolucionaria, que permite estirar al máximo las herramientas de las que aún dispone el proletariado soviético para impulsar su proyecto. Así, cerrada ya la puerta a elevar la experiencia de la NEP, por medio de su balance, hasta el plano ideológico de mayor profundidad, la línea de Stalin aún va a poder captar su densa significación política:

“(…) el viejo capital moral de nuestro Partido, acumulado en el período de Octubre y de la abolición del sistema de contingentación ya se está agotando. No comprenden que ahora necesitamos un nuevo capital. Necesitamos adquirir para el Partido un nuevo capital en las condiciones nuevas de lucha. Debemos conquistar de nuevo al campesinado. Ése es el problema. Los campesinos se han olvidado de que nosotros ayudamos al mujik a a sacudirse de encima al terrateniente y a recibir la tierra, de que pusimos fin a la guerra, de que ya no hay zar y de que, con él, fueron barridos todos los escorpiones zaristas. Este viejo capital no dará para seguir viviendo mucho tiempo. Quien no haya comprendido esto, no habrá comprendido nada de la nueva situación, de las nuevas condiciones creadas por la NEP. Nosotros estamos conquistando de nuevo al campesinado, y ésta es la primera particularidad de nuestra situación interior.”[43]

La idea fundamental de la NEP no ha, por supuesto, variado, ni su planteamiento se ha emancipado de la matriz kautskiana de la que nació (preparar la implantación de la gran industria). Pero sí que es una formulación lo suficientemente radical como para suponer un salto cualitativo en la manera que los bolcheviques tenían de abordar las relaciones con el campesinado. Desde sus comienzos, éstas se dejaron siempre como objeto de la actividad indirecta de la vanguardia, por mediación del proletariado fabril y sus vínculos naturales con el campo ruso[44], y sin ser desarrolladas como parte de una línea de masas sistemática. Ahora, lo que Stalin pone sobre la mesa es afinar la nueva forma de alianza obrero-campesina mediante la revivificación de los Soviets campesinos, que fortalecería al PC(b) en las aldeas e incorporaría a las masas campesinas a la gestión del Estado.

De esta manera, y pese a que lo plantea como «consolidar esa confianza con medidas de organización»[45], el georgiano se sigue manteniendo en el terreno de una línea política que aborda los problemas de vanguardia implicando a las masas en su resolución. Aquí se puede entrever una concepción del Partido Comunista mucho más dinámica que la de Trotsky y que, pese a no salirse del mismo marco fundamental, sí que demuestra una mayor flexibilidad táctica, que permite aprovechar el todavía vivo impulso de las masas para modificar conscientemente la correlación de clases y el Estado. De este modo, no constreñido por las exigencias doctrinales de una teoría precocinada, al estilo de Trotsky, Stalin puede enfocar la Revolución como un problema de masas[46], como una construcción consciente desde la iniciativa de la vanguardia y fundiendo el marxismo existente con el mundo dado hacia su superación en algo nuevo.

La sistematización que sobre esta escuela de la práctica hace Stalin de la doctrina del Partido Comunista refleja fielmente las desgarradoras dualidades que el progreso de la revolución había exacerbado. En sus Fundamentos del leninismo ─libro de cabecera de toda una generación de comunistas─ convive contradictoriamente este espíritu leninista con una progresiva reducción del Partido a sus aspectos más orgánicos, en esa línea que ya hemos mencionado de absolutización de ciertas medidas organizativas como garantía de la actividad independiente de la vanguardia. Así, llega a definir el Partido como «la única organización capaz de centralizar la dirección de la lucha del proletariado, haciendo así de todas y cada una de las organizaciones sin-partido de la clase obrera organismos auxiliares y correas de transmisión que unen al Partido con la clase»[47]. En este pasaje, que sanciona el giro del modelo leninista de partido como el movimiento revolucionario al modelo de dirigente central de un todo más amplio, se condensan tanto las limitaciones que venía acumulando el bolchevismo como el hecho de que, a pesar de ellas, su potencialidad todavía no estaba agotada a mediados de los años 20. Es decir, que históricamente, el PC(b) y los elementos extraños que se fueron incorporando a su corpus ideológico aún eran capaces de engendrar movimiento revolucionario.

Claro que ya no estamos en 1918: revitalizar la alianza con el campesinado no podía depender, como entonces, del auge espontáneo del movimiento de masas, sino que tenía que bascular hacia el otro polo de esa dialéctica histórica que el Ciclo de Octubre hereda y aprovecha de la Revolución burguesa: el Estado. En la medida en que el proletariado soviético aún no había cubierto esa «brecha de negatividad» que lo separaba de la completa realización de su plan de industrialización de la URSS, poner la política al mando ─como efectivamente hacen los bolcheviques, comandados por Stalin, en esta época─ garantiza que este recurso al Estado, pese a hipotecar a largo plazo la revolución soviética, suponga en lo inmediato el resorte fundamental del que dispone el Partido para movilizar a las amplias masas de la población y llevar su línea política allí donde el PC(b) nunca había conseguido arraigar (entre el campesinado, principalmente).

Pero al desarrollo en lo concreto de esto último dedicaremos el epígrafe final, cuando toquemos algunas cuestiones relativas a la industrialización y la colectivización. Antes es menester examinar el marco teórico que le dará cobertura y que, como enseguida veremos, los bolcheviques ya tienen en lo fundamental articulado ─y no es casual─ hacia 1924. Veamos esto a través de las palabras del propio Stalin, cuando detalla algo más su visión acerca de las relaciones entre la vanguardia y las masas, elevándola hasta el plano teórico general:

“¿Puede, acaso, considerarse que el partido debe asumir la iniciativa y la dirección en la organización de las acciones decisivas de las masas basándose solo en que su política es, en general, acertada, si esta política no goza aún de la confianza y del apoyo de la clase, a causa, pongamos por ejemplo, del atraso político de ésta, si el partido no ha logrado convencer aún a la clase de lo acertado de su política, a causa, pongamos por ejemplo, de que los acontecimientos no están todavía lo suficientemente maduros? No, no puede. En tales casos, el partido, si quiere ser un verdadero dirigente, debe saber esperar, debe convencer a las masas de lo acertado de su política, debe ayudar a las masas a persuadirse por experiencia propia de lo acertado de esta política.”[48]

Efectivamente, no basta con que la vanguardia disponga de una política acertada en general, sino de que pueda movilizar a sus masas para aplicarla y revolucionar así su conciencia. Pero, al mismo tiempo, la vanguardia comunista en la URSS no podía seguir resolviendo esta dialéctica en una síntesis superior, es decir, en su fusión en un movimiento único, en la unidad de conciencia y ser social, sino que ambos polos permanecían como elementos externos entre sí. Y es que esa tendencia al organicismo no es sino la expresión de la cada vez más agobiante dificultad de la vanguardia para revolucionar el desarrollo material de la lucha de clases, ante lo cual la organicidad de la colectividad de vanguardia aparecía ─más en base a un «efecto péndulo» que a la reflexión teórica─ como un muro lo bastante sólido como para evitar su disolución en el viejo mundo. El principio revolucionario que Stalin recoge aquí se encuentra mediatizado por la particularidad de constitución del poder proletario en Rusia, que se limitó a «tomar posesión de la máquina del Estado tal como está» con objeto de «servirse de ella para sus propios fines»[49], es decir, a fin de apoyarse estratégicamente en una mayoría de la población mediante la satisfacción de sus necesidades más apremiantes, cosa que sólo podía permitir el amplio aparato logístico y administrativo del antiguo Estado zarista.

El contenido determinado de la consigna de la política al mando es, pues, la reorganización del poder del Estado como medio de satisfacer las necesidades de las masas; o sea, un contenido que no es de por sí proletario, pero en el cual se apoya la vanguardia para cumplir su plan revolucionario. Mientras ésta sea consciente de la situación y pueda dominarla, el Estado aún puede ser un peldaño en la dirección del comunismo. Ahora bien, para los años 20, el paradigma industrializador kautskiano-economicista, al cual bien se puede añadir la inercia que el océano pequeñoburgués del campo ruso imprimía en los bolcheviques hacia la industria socialista como espacio seguro, ya había precipitado la identificación directa entre capitalismo de Estado y socialismo, con la gran producción mecanizada como matriz en la cual no aparecían ya «dos clases hostiles ─el proletariado y la burguesía─, sino una sola clase: el proletariado»[50]. A golpe de tractor socialista, el terreno estaba arado para que germinase la ilusión del poder. Aquí, una vez más, las conclusiones de Stalin se ajustan con pasmosa coherencia al espíritu del Ciclo: no se puede identificar la dictadura del Partido con la dictadura del proletariado[51]. Pues si el Partido es la organización de vanguardia, la «organización capaz de centralizar la dirección de la lucha del proletariado», nos restan todos esos organismos e instituciones que la vinculan con las masas y que caen, en el esquema estaliniano, fuera de la definición de Partido Comunista. Pero, si estos organismos no son parte del Partido, lo único que nos queda de ellos es su aspecto como órganos de la dictadura, como esa administración que ya Lenin instaba a controlar mediante la incorporación de las masas; en definitiva, como el aparato estatal soviético, que ejecuta y materializa las directrices de la vanguardia. Es a través de este conjunto de organismos e instituciones que los obreros y sus clases aliadas ejercen la dictadura del proletariado, maquinaria en la cual la dictadura del partido tan sólo representa el eslabón superior. De ahí que, entre la vanguardia y las masas, Stalin sitúe las «relaciones acertadas entre el partido y la clase obrera» (vid. nota anterior) como condición para una acción conjunta. Esto puede tener dos significados. O bien se refiere a que la fusión de la vanguardia con las masas en un movimiento superior entraña ese entendimiento ─en cuyo caso no es más que una tautología huera─, o bien se habla, como es el caso, de un partido que pacta sus políticas con los organismos del Estado, en los cuales están encuadradas las masas, como garantía de que la dictadura del partido y la dictadura del proletariado mantengan el mismo ritmo y no se adelante la una a la otra.

Y es obvio que una crisis política, una ruptura en las correas de transmisión que unen a las masas con la vanguardia, podía poner en peligro la existencia misma de la URSS. Pero el problema aquí es, justamente, que haya lugar a esta autonomía de la «dictadura del proletariado» respecto de la «dictadura del partido», como si fuesen cosas en general distintas que han venido a encontrarse y coincidir en la formación social soviética. Y exactamente esto se desprende de las concepciones de Stalin, que ponen a un lado la dictadura del proletariado, constituida por esa serie de instituciones en las que se organizan las masas, y al otro al partido, como fuerza centralizadora de la dirección de la lucha de las masas en sus órganos de poder estatal, a los cuales sirve. Stalin es, en este punto, diáfano: el Partido es instrumento de la dictadura del proletariado, con la misión de consolidarla y extenderla hasta que todas las masas se identifiquen con ella[52]. Con esta sobreposición del proletariado como clase dominante por sobre el proletariado como clase revolucionaria se abre defitivamente la puerta a la independización del Estado frente al Partido, genuina conclusión de ese bucle histórico que comenzaba como hegemonización de un movimiento de masas preexistente, continuaba con el progresivo estrechamiento del margen de la vanguardia para dirigirlo prácticamente y culmina ahora, en la concepción bolchevique, como ese Estado del proletariado que necesita de las andaderas del Partido antes de poder echar a correr por su cuenta.

Efectivamente, en la medida en que Stalin articula una línea que, al contrario que la de Trotsky, se apoya en la correlación de clases existente para fortalecer las posiciones políticas del comunismo, es capaz de afianzar y consolidar la dictadura del proletariado. Pero en este afianzar y consolidar se resolvía únicamente la cuestión de ligar a la vanguardia bolchevique con las masas rusas, cuestión a cuyo servicio se pone la elaboración teórica del PC(b) en estos años, y que cristaliza como el mantenimiento y extensión de los órganos que mantenían unidas ambas piezas, es decir, el Estado. Pues la política, tomada para sí, no tiene otro contenido que la capacidad de dirección de lo dado, de la organización de las fuerzas posibles. Que esa capacidad de dirección pueda ser empleada para desarrollar, partiendo de lo efectivamente existente, dinámicas y relaciones superiores, nuevas, es algo que depende enteramente de la firmeza ideológica de la concepción proletaria del mundo. Es en esta última donde se juega el adónde vamos, donde se sitúa el linde entre el aprovechamiento, en dirección al comunismo, del material legado al proletariado por la sociedad de clases, y la disolución de su independencia en las poderosas dinámicas autosuficientes del viejo mundo. En otras palabras: que antes del problema de poner la política al mando está el de poner la ideología al mando, como garantía de que aquélla se pueda dirigir efectivamente hacia el comunismo y no hacia la simple reproducción de la propia estructura material del sujeto revolucionario, vinculada por mil hilos a la sociedad de clases. La sentencia leniniana que califica al Estado de la dictadura del proletariado como un Estado burgués sin burguesía tiene, por tanto, un significado más profundo que el sencillo juicio empírico acerca de su procedencia de la maquinaria administrativa zarista. Porque la naturaleza histórica del Estado, como síntesis conservadora de la sociedad de clases, no es sino la «confesión de que esa sociedad se ha enredado en una irremediable contradicción consigo misma y está dividida por antagonismos irreconciliables, que es impotente para conjurar»[53], en lo cual no es una excepción el Estado de la dictadura del proletariado. Más bien, y como muestra dramáticamente la experiencia del Ciclo, la permanente tentación de los revolucionarios ha sido, justamente, dar por supuesta la neutralidad de la cosa pública, como techo de todo proyecto emancipatorio al cual deben ceñirse sus objetivos. Resuenan las palabras de Stalin: la dictadura del Partido sirve a la dictadura del proletariado. En ese giro se condensa toda la gravedad del problema del Estado en la última sociedad de clases, en la que precisamente la clase dominante ha demostrado que son los partidos políticos de los que se dota los que están, de hecho, subordinados al funcionamiento objetivo de la dictadura del capital, a las necesidades de su buen discurrir sin incidencias.

Y es que si hay algo que ha probado la sociedad burguesa es su inaudita capacidad para remendar los desgarrones que sus propias contradicciones le infligen, Estado mediante. Pues el Estado no es únicamente una maquinaria de opresión de una clase sobre la otra, sino también, y con todas las letras, expresión de determinadas alianzas de clase, el versátil concentrado de la economía que no sólo asegura la extracción sistemática de un beneficio creciente, sino que lo reparte entre las diferentes facciones de la burguesía y de sus clases hermanas ─función imprescindible en una sociedad que no se basa en otra cosa que en la anarquía de la producción. Por esto mismo, también para la burguesía es vital poner la política al mando, como continuado reciclaje, en forma de capital político y objetivación reaccionaria, de los conflictos que rompen los tejidos de la sociedad burguesa. Y esto no es más que la decantación apagada y gris de lo que históricamente fue el disruptor y novedoso contenido de la Revolución burguesa que, como hemos insistido, se agota enteramente en ese hacerse con la dirección del movimiento dado. La bancarrota del Estado feudal no fue, de hecho, otra cosa que su incapacidad para domeñar y articular racionalmente las nuevas y vigorosas fuerzas que crecían en los intersticios del Antiguo Régimen. ¡La burguesía podía hacerlo mejor! Ésa es la auténtica tragedia de la revolución que devora a sus propios hijos: que «todas las revoluciones perfeccionaban esta máquina en lugar de quebrarla»[54], y en la cual la carrera por el poder no tenía otro resultado que el afianzamiento de un dominio más amplio y eficaz de la burguesía (tarea en la que el republicanismo radical pequeñoburgués siempre ha sido más ducho que el tosco proceder de las monarquías feudal-terratenientes).

El proletariado, que se ha apoyado en esos remanentes de la Revolución burguesa para dotar a su propia lucha de clase de magnitud histórica, se vio abocado, por su propia falta de experiencia previa sobre una base netamente proletaria, a entenderse a sí mismo cada vez más en función de su hermano mayor burgués, ya senil, que había encontrado en la vieja socialdemocracia un fiable vector para apoyar su dictadura de clase entre las masas. La escisión del movimiento obrero en dos alas, una revolucionaria y otra reaccionaria, no pudo adoptar otra forma que la de escisión política, la de lucha por hacerse con la dirección del movimiento de masas efectivamente existente. Más aún: hacerse con la dirección como la facción política más osada, la más dispuesta a refundar el poder político enteramente sobre la iniciativa directa de las masas en armas. En ese margen que separa julio y octubre de 1917, es decir, el que separa la alianza menchevique-terrateniente y la insurrección de Octubre, Lenin se reencuentra ─en El Estado y la Revolución─ con la Comuna de París como piedra de deslinde con el socialchovinismo y el socialreformismo, como estandarte de la decisión a no reconocer otro poder que no sea el ejercido directamente por la negatividad hecha carne, el proletariado. Ése es el problema que obsesionará a los bolcheviques: fundar efectiva y realmente el Estado sobre el poder directo de las masas. Es el arco que une la lucha por desvincular a las masas rusas del menchevismo y el eserismo, que Stalin nos describe como construcción del ejército que llevó al bolchevismo al poder, con su mismo programa para acumular fuerzas en Europa ocho años después:

“Para la victoria de esta revolución se necesita, además, que el Partido Comunista represente a la mayoría de la clase obrera, que sea la fuerza decisiva en la clase obrera. Es necesario que la socialdemocracia sea desenmascarada y derrotada, que sea reducida a una minoría insignificante en la clase obrera. De otra manera no puede ni pensarse en la dictadura del proletariado. Para que los obreros puedan vencer, les debe alentar una misma voluntad, les debe guiar un solo partido, que goce de confianza indudable entre la mayoría de la clase obrera. Si dentro de la clase obrera hay dos partidos de igual fuerza que rivalizan entre sí, es imposible una victoria duradera, aunque se den condiciones exteriores favorables.”[55]

Cuando el reflujo de la revolución revive la cuestión de construir el ejército revolucionario, los comunistas no van sino a volver sobre el terreno conocido, el terreno de disputar a la socialdemocracia su «base sociológica», ya madura en Europa y organizada en los sindicatos. Como si de piezas de un rompecabezas se tratase, las desviaciones organicistas se complementan con la tendencia al masismo, a alimentar las dinámicas espontáneas del período histórico-universal precedente, y se funden en una estampa común en la que se borra toda diferencia cualitativa entre el partido socialdemócrata y el Partido Comunista. Pero, como queremos ser dialécticos y no vulgares doctrinarios, es importante señalar que si el comunismo se plantea, en los años 20, disputarle a la socialdemocracia su base de masas y tratar de erigir todo un movimiento paralelo a lo que había sido hasta entonces su hegemón indiscutido es porque puede, porque se ha constituido como magnitud política efectiva y su programa emancipador, aunque cada vez más desvinculado de su práctica del «día a día», todavía ilumina como un faro a los oprimidos del mundo. Esto nos informa, nuevamente, de esa marxiana ausencia de una base proletaria madura para la primera ofensiva mundial del comunismo, históricamente surgido del capitalismo ─y que ha dejado su espiritual marca de nacimiento en él.

De esta manera, ese espíritu del Ciclo recorre todo el círculo ideología─política─organización y lo cierra, de nuevo, en el plano de la ideología, sancionando el sendero transitado con el broche de la conciencia. Desde la concepción kautskiana-economicista del socialismo hasta la revitalización leninista de la teoría marxista del Estado (que proporciona el marco para romper con la socialdemocracia y diferenciarse de ella), y desde ésta a la erección de todo un sistema político-organizativo que defiende y sustenta esta histórica conquista, el proletariado revolucionario, demostrando genialmente que también puede proyectar su subjetividad en forma de siniestro oráculo, pone en pie de igualdad el partido socialdemócrata y el comunista, auténtica y necesaria conclusión de su parto como deslinde en torno al eje de la política. Y la causa próxima de semejante vaticinio no ha sido otra que el progresivo estrechamiento de su margen de maniobra, de su paulatina absorción por las dinámicas objetivas que él mismo ha creado, lo que lo ha empujado a esta conclusión en un denodado esfuerzo por mantenerse como fuerza política dirigente del proceso social en un momento en que sus límites históricos empezaban a agudizarse. Pero aún hubo de dar un último envite antes de cumplir su casándrica profecía...

La senda de la industrialización

En los grandes debates de los años 1924-26 se concentran, con una densidad inusitada, los problemas que dramáticamente venía enfrentando el PC(b) desde, por lo menos, los tiempos de la guerra civil. Para entonces, la engelsiana «administración de las cosas»[56] ya estaba consagrada, en la cabeza de la vanguardia bolchevique, como la resolución positiva de los desgarrones que el «gobierno sobre las personas» es incapaz de conjurar. Y, en efecto, pretender que la superación histórica del Estado puede ser llevada a cabo desde el Estado mismo equivale a tirar por la borda la entera historia del marxismo, cuya primera cuna, aún como ala izquierda del hegelianismo, fue precisamente la crítica feroz de la ingenuidad republicana de los demócratas radicales alemanes[57]. Pero el problema reside en el contenido determinado de esa sociedad civil que debe tragarse al Estado. Como hemos visto, el poso democrático inscrito en el sujeto bolchevique viene a conjugarse con esa históricamente necesaria tendencia a entender el comunismo como gestión racional de las fuerzas productivas. El pueblo en armas aprendiendo a dirigir la producción social: tal es la fórmula del Estado de la dictadura del proletariado con la que Lenin reúne ambos líquidos. En ella se encuentran la admiración por las «fuerzas que dormitaban en el seno del trabajo social», despertadas por la gran industria capitalista, y la radical novedad histórica del proletariado revolucionario, el cual, en su empresa por apropiarse del contenido de la revolución burguesa, genera a la vez la forma propia y específica de materializar su potencialidad histórica.

Pero esta sólo puede ser claramente comprendida desde la perspectiva del Ciclo cerrado. Hasta entonces, y como ya se ha insistido largo y tendido en este número de Línea Proletaria[58], la relación de exterioridad que aunaba los elementos antedichos[59] sólo pudo implosionar como disonancia entre política y administración económica, volviendo ambos términos a su fundamento, es decir, a su separación originaria, y reemergiendo en consecuencia el dictamen leniniano bajo la forma de asfixiante interrogante: ¿cómo implicar a las masas en la gestión de la economía socialista? El Gran Debate viene a ser, de este modo, síntoma del agotamiento general del modelo insurreccional, ya parcialmente demolido por la propia experiencia de Octubre. Ante la tarea de edificación positiva de la sociedad socialista, tarea «incomensurablemente más difícil que ganar la guerra civil» y que ya no permite la licencia de dejar al curso de la lucha el planteamiento de sus problemas, la vanguardia siente la necesidad de pensar la revolución, de poner en claro los fundamentos teóricos y estratégicos que deben orientar su camino hacia el futuro.

Ahora bien, en ese hiato entre economía y política se impuso, de manera necesaria, la limitación objetiva a la profundidad de esa lucha ideológica: el problema urgente consistía en consolidar la dictadura del proletariado en Rusia, en renovar su vinculación con las masas y generar las premisas políticas de las transformaciones revolucionarias ulteriores. De hecho, en esta grieta se afianza definitivamente la identificación de capitalismo de Estado y socialismo, así como la discontinuidad entre la «etapa inferior del socialismo» y la «etapa superior del socialismo», entre el período de desarrollo de las fuerzas productivas y el período de supresión, por gracia de aquél, de las diferencias de clase. Pero esta grieta no es un simple vacío, sino un espacio de negatividad. Esta disonancia de política y economía, esta heterogeneidad, aparece como elemento perturbador del orden, como obsesivo recordatorio del sujeto de que su objeto aún le es extraño ─de que aún se sustrae a su dominio. Aparece, en definitiva, como contradicción, entraña y razón de ser de todo aquello que está vivo y en movimiento. Si, por decirlo con la jerga bolchevique de la época, al triunfo del socialismo todavía no le había sucedido el triunfo definitivo del socialismo, entonces aún era en la política donde se decidía «la suerte de la república». Todavía hay vida. El Gran Debate es el intento de la vanguardia por sentar las bases para generar un movimiento capaz de asegurar que esa suerte se decida hacia el socialismo. O mejor dicho: es el necesario primer paso, que no podía sino partir de la ideología, de la definición de la Línea General de la RPM en el curso de la lucha misma y a tenor de sus tiempos.

En ese abigarramiento de lo urgente y lo necesario, y ante el agotamiento progresivo del empuje espontáneo de las masas, el proletariado se apoya sobre su cabeza para pensar: los debates de 1924-26 constituyen uno de los últimos y brillantes fogonazos[60] del intelectual colectivo bolchevique, como instancia superior desde la que debe necesariamente arrancar todo movimiento de transformación integral del mundo. Claro que este era entendido como un proceso objetivo, pero, mientras sus condiciones materiales no estuviesen maduras, la política podía y debía ser el hueco por el cual respirase la libertad del sujeto ─aunque marcada por el signo de lo negativo, del trauma: como suerte aún no echada en un abanico de opciones cada vez más estrecho y apremiante, sin ninguna garantía de la victoria definitiva del socialismo pero, por eso mismo, sin una dirección predeterminada, necesaria. Y si el Gran Debate era el síntoma, la línea de Stalin, finalmente triunfante, materializó ese debía, ese queremos dirigirnos hacia el comunismo, que la férrea e implacable necesidad del esquematismo trotskista enterraba bajo la rigidez de una inescrutable «lógica de las cosas».

Por supuesto, este deber no tiene un sentido teleonómico o fatídico, sino que se refiere a la obligación proletaria e internacionalista de comprometerse con la revolución hasta el fin. Empezando por el Marx que, pese a sus reticencias iniciales, saluda la Comuna de París como «un nuevo punto de partida de importancia histórica universal»[61], y llegando al Stalin que apuesta por replegarse y asegurar los espacios ya conquistados por el comunismo ─aunque sean los que tradicionalmente pertenecían a la socialdemocracia─ para reanudar en el futuro la ofensiva socialista, vemos todo un segmento histórico que condensa el desarrollo de la infancia del proletariado como clase revolucionaria. Comienza como saludo de la vanguardia a la gesta parisina, que no aparece como una plaza fuerte que defender, sino como hecho dado que permite al marxismo atisbar con qué debe el proletariado sustituir la maquinaria estatal burguesa. Prosigue como el encabalgamiento de la vanguardia, ya leninista, sobre el disolvente movimiento de masas ruso, al cual reconoce como medida de todas las cosas, como tribunal ante el que debe responder y como única fuente de la que pueden manar las aguas de la nueva sociedad. Finalmente, cuando con la «estabilización relativa del capitalismo» de mediados de los años 20 se estabiliza también el campo socialista y el movimiento de masas que le daba cuerpo ─es decir, se asienta y se solidifica, corriendo el riesgo de adormecerse─, la vanguardia se rebela contra la exterioridad que durante toda esta era de infancia signó su relación con las masas, proponiéndose generar desde sí las condiciones, los hechos, que posibiliten la reanudación de la ofensiva. El significado universal del Gran Debate apunta así a una forma superior, propiamente proletaria, de transformación del mundo, en la que la vanguardia es su punto de arranque y el Partido el entero sistema de mediaciones políticas que la vinculan a las masas, engendrando el movimiento capaz de revolucionarizar las condiciones materiales y a la humanidad misma. Esta dialéctica vanguardia-Partido es, pues, la forma histórica que se proyecta hacia el futuro, hacia ese Segundo Ciclo de la RPM, partiendo del contenido que el Ciclo de Octubre ha desarrollado como propio de la revolución comunista: el paso de la forma inferior de la materia social, marcada por el extrañamiento (y por el rasgo principal que acompaña a esa forma de relación del hombre con sus medios de existencia y consigo mismo, la espontaneidad), a su forma superior, en la que la humanidad se reencuentra a sí misma como generación consciente de su propia forma de vida y de su propio ser[62]. El queremos dirigirnos hacia el comunismo del PC(b) ha hecho materialmente realizable el programa que los padres del marxismo sólo pudieron enunciar teóricamente en La ideología alemana:

“El comunismo se distingue de todos los movimientos anteriores en que echa por tierra la base de todas las relaciones de producción y de intercambio que hasta ahora han existido y, por primera vez, aborda de un modo consciente todas las premisas naturales como creación de los hombres anteriores, despojándolas de su carácter natural y sometiéndolas al poder de los individuos asociados.”[63]

No se trata, entonces, de revelar el carácter social de las determinaciones naturales, como hace la ciencia social burguesa (saco en el que también hay que meter las vulgaridades teóricas de toda la plana del revisionismo), sino de revolucionar esas determinaciones naturales, dadas, espontáneas, mediante su progresiva y concéntrica digestión por el movimiento revolucionario, que es ya la sociedad comunista en germen y es ya la forma superior de la materia social, no reconociendo otro presupuesto más que a sí misma porque, de hecho, no lo tendrá.

Pero a los bolcheviques les estaba necesariamente vedado este paso de racionalización teórica de su experiencia ─que sólo el Ciclo concluso posibilita. Como venimos diciendo, aunque su praxis material ha desarrollado los elementos que nos permiten ordenar el movimiento revolucionario en base a una relación interna, su propio cuerpo estaba signado por la exterioridad, a la cual muy probablemente hay que añadir, como correlato ideológico decisivo que impidió esta racionalización, el paradigma cientificista heredado de la II Internacional[64]. El período que la conclusión del Gran Debate abre en la historia de nuestra clase no llega a generar la materia que él mismo anunciaba formalmente. Efectivamente, la urgencia por mantener y consolidar las mediaciones políticas que sostenían la dictadura del proletariado implicaba su reproducción, es decir, mantener y consolidar la relación externa entre la vanguardia y las masas como punto de partida inmediato para reanudar la ofensiva. De este modo, el Estado se consagra como la instancia decisiva en la que se juega la suerte del socialismo. De lo que se trataba era de que «el pueblo en armas» deviniese material y realmente el Estado, no quedando entonces otro contenido del mismo que ─recordemos a Engels─ sus funciones de administración y gestión.

Ahora bien, ese programa de homogeneización de los polos masas y Estado ─pareja que, como sabemos, apunta al sustrato profundo de la sociedad burguesa como su dialéctica ordenadora─ chocaba con la heterogeneidad que conformaba al sujeto revolucionario soviético. Y, en política, la forma que por excelencia encarna la heterogeneidad, la unión de elementos externos, es la alianza entre las clases, que en la Unión Soviética se materializaba en la alianza obrero-campesina. Y es que, mientras la otra forma principal de heterogeneidad-exterioridad, la existente entre la vanguardia y las masas, se podría resolver a largo plazo por la progresiva implicación de las segundas en el Estado hasta hacer prescindible la primera (motivo por el cual Stalin subordina el Partido del proletariado al Estado de la dictadura del proletariado), el extenso campesinado abandonado a las dinámicas económicas capitalistas de la NEP era el objeto sobre el cual tenía que actuar inmediatamente la vanguardia para asentar las condiciones políticas necesarias para reemprender la ofensiva socialista y abrir la puerta a la consolidación definitiva del Estado proletario, en la cual la industrialización vendría a fundir la política con la gestión económica por parte de la población.

En esta misma lógica, las trabas al desarrollo del movimiento revolucionario de masas sólo pueden percibirse como obstáculos, que arrastrarían la marea proletaria hacia abajo inhibiendo su espontáneo ascenso originario. Estaba en la base de la propia formulación de la NEP que el desarrollo capitalista del campo debía ser atajado, una vez la situación fuese a mejor (o a peor, como de hecho ocurriría), con la revolución de la conciencia del campesinado mediante la gran industria socialista. Ahora bien, esta misma exterioridad que mediaba entre la clase obrera y el campesinado tenía que proyectarse en forma de, como decimos, obstáculo, enemigo externo, que no es otro que el representante por excelencia de las relaciones comerciales en el agro desarrolladas por la NEP: el elemento kulak.

Precisamente, la consigna de revitalizar los Soviets campesinos surge como reacción ante la secular debilidad del bolchevismo en el campo, siempre mediatizada por el Estado de la dictadura del proletariado ─sea bajo una forma militar, como en el comunismo de guerra, sea bajo una forma económica, como durante en la NEP─ y carente de una vinculación interna. En lo inmediato, los parciales éxitos económicos en el campo van a contener el peligro kulak ─aunque no impidan su extensión y afianzamiento─ por cuanto la mayor parte del producto campesino encuentra salida en los circuitos mercantiles oficiales, oxigenando el Poder soviético. Esta bonanza, que alcanza su cúspide en 1926, permitía por lo menos plantear esa revitalización sin perturbar la correlación de clases, a la par que contribuyó a la lucha contra la línea industrialista de la Oposición Unificada, que es derrotada ese mismo año, y cuya propuesta de aumento del impuesto agrícola hundiría la alianza obrero-campesina cuando el equilibrio entre industria y agricultura aún podía funcionar como base del tránsito hacia la industrialización[65].

Conviene subrayar esto último. No en vano hemos insistido tanto en la capacidad de la línea de Stalin para desempeñar el papel de dirección política de esa base, como adecuada organización de las fuerzas existentes de manera que puedan servir a los fines del comunismo. El progresivo estrechamiento del margen de maniobra del proletariado revolucionario a lo largo de los años 20 tenía, naturalmente, que imponer sus cauces a esa rebelión de la vanguardia contra los oxidados condicionantes del cuerpo material del sujeto soviético. Y es que aunque la genial ─e históricamente determinada─ síntesis de la experiencia de Octubre que la vanguardia realiza en estos años es lo bastante profunda como para entrever una alternativa nueva desde la que desarrollar el potencial de esa base, lo cierto es que la revitalización de los Soviets campesinos va a ser más programática que efectiva, demostrando así que las inercias de la fisonomía del PC(b) son ya lo bastante fuertes como para impedir desarrollar una línea de masas que rompa con sus dinámicas tradicionales.

Por eso, la posible erosión de las condiciones del equilibrio entre agricultura e industria minaría el fundamento de la línea que Stalin desarrolla en 1924-26, obligándola a buscar una base nueva desde la que iniciar el proyecto industrializador. Esto es lo que sucede en 1927, cuando comienza la intensa crisis de acopio del grano que se prolongará por lo menos hasta comienzos de la década siguiente y que supone la más grave crisis de la alianza obrero-campesina desde el comunismo de guerra. La amenaza kulak deviene efectivamente ofensiva kulak, bajo cuyo amparo el campesino intentará burlar las requisas de grano estatales, agravando la situación de escasez de bienes de consumo que se había extendido a las ciudades en ese mismo año. El campo de la NEP se transforma, así, de retaguardia estratégica del comunismo en un flanco abierto, con capacidad de quebrar ─guerra civil mediante─ el Poder soviético.

En esta coyuntura, lo urgente deviene lo necesario, y la industrialización se presenta como el eslabón de la cadena que permitiría liquidar el capitalismo privado, amenazante desde el vasto océano campesino soviético. Efectivamente, al desatar la crisis de acopio los peores instintos egoístas del campesinado, llegando a producirse conatos de guerra abierta, resucita el pavor bolchevique ante la dispersión, ante la rebelión de la economía pequeñoburguesa a dejarse dirigir por la gran industria. Quiebra definitivamente todo equilibrio entre campo y ciudad, impidiendo la realización última del Plan bolchevique sobre esa base, y forzando la situación hacia la erección, a cualquier precio, de la gran industria socialista que anularía de raíz toda posibilidad de restauración desde el capitalismo pequeñoburgués de los Nepmen y los kulak. El 15 de mayo de 1928, el Comité Central (CC) del PC(b) publica un llamamiento a liquidar el kulak como clase mediante la colectivización, siamés agrario de la industrialización. Se trata de una huida hacia delante, forzada por la situación, pero perfectamente imbricada en el Plan de la vanguardia soviética y desarrollando lógica y coherentemente el sendero que estaba implícito en la NEP ─como prolegómeno de la industrialización.

Y es en este momento cuando el proletariado lleva a cabo la rebelión implícita en el espíritu de fondo del Gran Debate: la rebelión contra la exterioridad, contra una alianza con el campesinado tan forzosa como ya imposible, mediante el único recurso y la única base de la que ahora dispone ─la industria socialista, aplicación consciente y subjetiva de lo que fue la mayor conquista económica de la burguesía y le permitió crear «un mundo a su imagen y semejanza». Esta deslumbrante herramienta aparece ahora, pues, como el arma con la que el proletariado puede, asimismo, crear su mundo a su imagen y semejanza, esto es, el mundo industrial e industrializador que lo alumbró como clase en sí. Nos encontramos entonces con que el proletariado revolucionario, esa clase que ha desarrollado su conciencia para sí misma, para sus propios fines históricos, se apoya en lo que le resulta más familiar para suprimir la heterogeneidad, para absorberla en el torrente de homogeneización-modernización que la gran industria desata como efectivo dominio del resto de formas económicas precapitalistas y pequeñoburguesas, atajando cualquier tentativa de que estas se erijan en potencias independientes y acerbas enemigas al Poder soviético.

Este Gran Viraje viene así a materializar el compromiso con la revolución que la línea de Stalin encarnaba y al cual tampoco renuncia ahora, aun al precio de tener que asumir las posiciones de industrialización acelerada que había derrotado hacía escasamente un año. La vanguardia asume consecuentemente ese programa de rebelión contra lo dado, contra lo espontáneo, contra lo naturalizado, desde el margen que la historia aún mantiene abierto para su actividad independiente. Primeramente, condicionada por esa vinculación externa con las masas, que, como decimos, nunca llega a superar. Pero, en segundo lugar, condicionada también por esa urgencia por generar conscientemente los hechos, por hacer brotar las condiciones que permitan levantar de nuevo la ofensiva. El Gran Viraje da cuerpo a este programa mediante el único recurso del que el proletariado disponía entonces (esto es, una vez erosionada la base de la alianza obrero-campesina): desatando las poderosas fuerzas económicas que ya habían demostrado, en la Revolución industrial burguesa, ser capaces de revolucionar el modo de vida y mentalidad de la humanidad, arrancándola de las soporíferas y milenarias inercias de las arcaicas economías naturales.

Vemos, pues, que se cumple buena parte de las implicaciones inmediatas de la línea que sale triunfante de los grandes debates de 1924-26: por un lado, se consigue sostener la dictadura del proletariado, que además realiza su plan final de industrialización de la URSS; por otro, y en esa medida, se salva y consagra la unión externa entre vanguardia y masas, que el desarrollo de las fuerzas productivas debería fundir en el futuro comunismo, al tiempo que es demolida la alianza obrera y campesina, pero cuyo objetivo y razón de ser (sostener al proletariado en el poder), es salvado mediante la subordinación fáctica del campo colectivizado a la gran industria. Es decir, el objetivo político de la NEP es preservado bajo una nueva forma, una vez que la antigua había devenido un factor de crisis y de insubordinación al poder proletario. De hecho, basta señalar, como muestra de que esto fue perfectamente comprendido por la vanguardia, que si el sistema de entregas voluntarias de grano ─clave de bóveda de la NEP─ se vino abajo en 1929, la NEP no es formalmente abandonada hasta 1936, cuando con el segundo plan quinquenal se considera completada la colectivización del campo y la constitución soviética sanciona jurídicamente la creación de este «espacio seguro», habiendo sido exitosamente eliminada la amenaza directa del capitalismo privado en la URSS.

Tal y como hemos insistido numerosas veces a lo largo del presente trabajo, el paradigma industrializador era el escenario sobre el que se movían todos los posibles actores. En este sentido, las diferencias entre las distintas líneas aparecen como diferencias canceladas desde la óptica del Ciclo cerrado, lo cual, a su vez, no significa que, mientras éste estuvo en marcha, haya sido una línea determinada la que sirvió como plataforma para el desarrollo de la revolución. Esta pertenencia de todas las corrientes del Ciclo a un mismo suelo común puede ser gráficamente ilustrada recordando que, si la línea de Stalin derrotó a Trotsky y pudo funcionar como base para el desarrollo subsecuente de la lucha de clases proletaria durante los años 20, el Gran Viraje de 1928-29, defendido por Stalin contra el «socialismo a paso de tortuga» de Bujarin, supone, en la práctica, la aplicación del programa industrialista que ambos habían combatido apenas dos años antes en personajes como Preobrazhensky o el propio Trotsky.

Claro que, como nos enseña la entera historia del comunismo revolucionario ─discúlpesenos esta redundancia, casi obligatoria visto el calibre de quienes se enfundan en nuestra bandera─, es la justeza de la línea política, su capacidad para incidir en la transformación del mundo, el tribunal que juzga su pertinencia histórica a la luz de los más elevados ideales de la lucha por la emancipación. Es ese hilo rojo de la historia que vincula todos los momentos de conformación del sujeto universal, como el contenido esencial que dota de sentido a las diversas formas que lo han arropado, sin sucumbir a la aparente heterogeneidad de éstas, que el revisionismo absolutiza como otras tantas subjetividades sustantivas y que capta, más que como contradicción, como inexplicable antinomia (y de ahí la esterilidad de pelear, en estos oscuros momentos de repliegue de la RPM, por el nombre y el honor de ésta o aquella corriente conformada en el contexto del Ciclo, como el estalinismo, el maoísmo, el trotskismo, el hoxhismo, etc.) Este hilo rojo nos remonta, incluso, al internacionalismo de la burguesía revolucionaria, cuyo más osado hijo, el jacobinismo, emprendió la centralización y militarización de la nación como punta de lanza del Terror revolucionario contra la reacción feudal externa e interna, afincada en los particularismos señorial-territoriales ─e independientemente de que el socialchovinismo actual ensucie su nombre para dirigirlo contra el derecho de las naciones a la autodeterminación. El Gran Viraje, plenamente ínsito en la línea de las mejores tradiciones revolucionarias, encarna el único horizonte que en la era del imperialismo y la RPM puede materializar las milenarias aspiraciones de la humanidad a su emancipación: queremos dirigirnos al comunismo, como apuesta consciente por la salvaguarda de la revolución caiga quien caiga. Y no nos referimos con esto a los individuos, sino a las clases y a los respetables ídolos con los que defienden un derecho histórico antagonista de la liberación de los oprimidos. Si el proyecto de industrialización acelerada era "izquierdista" en 1926, en 1928 va a ser la única medida que permita mantener viva la llama de la gesta bolchevique, aun hipotecándola a largo plazo. Y no es casual que el dique que la línea revolucionaria tuvo que romper en esta ocasión fuese el de una oposición de derecha, esto es, no una oposición que sacrifica la capacidad de dirección proletaria en el altar doctrinario de una teoría ─negándose el derecho a existir─, sino una oposición que precisamente viene a expresar el aspecto conservador de la dirección política, el respeto a lo dado; en definitiva, el derecho del viejo mundo a existir. Y, una vez más, conexión interna, relacionalidad. La desviación de Bujarin no era campesinista por apoyar en general la alianza con el campesinado en los términos de la NEP, sino por apoyarla en un momento en que su propia dialéctica interna, o lo que es lo mismo, la lucha de clases, había hecho imposible ─al margen de la iniciativa del proletariado─ su aprovechamiento para la implantación consciente del horizonte industrializador bolchevique, tornándola en un obstáculo para esa misma ─por cantarlo con La Internacional─ lucha final (del proletariado soviético, añadimos nosotros).

Señalamos esto último porque la propia historia revolucionaria de nuestra clase ha probado, dramáticamente, que esa lucha final aún estaba atada a los límites de la socialdemocracia, al peso que sus tradiciones ejercían sobre los comunistas y que sólo un traumático aterrizaje podía sacudir, o por lo menos abrir las condiciones históricas para permitir que la vanguardia marxista-leninista esté en posición de sacudirse de ellas. Ahora bien, antes de la crítica de la teoría de las fuerzas productivas está la aplicación material y revolucionaria de la teoría de las fuerzas productivas. Y si el vaticinio de la socialdemocratización del bolchevismo se ha cumplido desde el punto de vista histórico (esto es, desde el punto de vista de la negatividad de la historia), todo intento de confirmarlo en la positiva inmediatez del Ciclo conduce forzosamente a la distorsión de la radical novedad con la que el sujeto la ha experimentado y asumido, a la distorsión de ese auténtico objeto del Balance que es la praxis. Es que si el concepto de praxis «expresa el lugar que ocupa la conciencia (…) como proyección subjetiva de la actividad material del hombre organizado socialmente para producir sus medios de vida»[66], la práctica de la revolución ─de la producción de la única alternativa de vida para la humanidad─ sólo es comprensible «como el producto de una determinada concepción integral, universal y clasista del mundo»[67], es decir, como producto de la conciencia, preñada de historicidad y, por lo mismo, necesitada de probar ante sí misma la novedad de su propia empresa, de vivir su propia tragedia. Y aquí ─¿por qué no señalarlo?─ también entronca el marxismo con las mejores tradiciones de la burguesía revolucionaria, asimilándolas y superándolas. De igual manera que la Ilustración exigía que todo lo existente probase y acreditase sus derechos ante el tribunal de la razón, el alumbramiento del socialismo científico ─vía bautizo de sangre democrático-plebeyo─ impondrá, como auténtica jueza de la historia, a la revolución, como síntesis de la razón y las potencialidades que dormitan en el seno de la sociedad burguesa: mientras el socialismo utópico no podía «encontrar la fuerza social capaz de crear la nueva sociedad», «las tempestuosas revoluciones que acompañaron en toda Europa, y especialmente en Francia, a la caída del feudalismo, del régimen de la servidumbre, hacían ver con mayor evidencia cada día que la base de todo el desarrollo y su fuerza motriz era la lucha de las clases»[68].

No es entonces en la positividad inmediata del discurrir material del Ciclo de Octubre donde se concentra la universalidad del comunismo, sino en la significación que esa positividad ha tenido para el sujeto, en su carácter negativo, como ser que sólo es comprensible en función de la conciencia, pues es ésta, su querer dirigirse hacia el comunismo, la que por primera vez apunta a la creación desde sí de sus propios medios de vida. Y la «proyección subjetiva» de esta etapa superior de la materia, su «forma de conciencia», no es otra que la libertad, plenamente coincidente con la existencia práctica de la humanidad. El amanecer de esta universalidad se produce con Octubre, cuando conciencia y ser social se aúnan en un solo cauce de arrolladora y radical novedad histórica, estremeciendo a la burguesía no sólo por sus primeros diez días, sino también por la demostración práctica de la capacidad del proletariado para arrasar, en un descomunal gran viraje, todo lo que acaso una vez fue la antigua y milenaria Rusia campesina, levantando planificada y conscientemente su gran industria. Y, como tantas otras veces, nos preguntamos: si esto lo pudo hacer el joven e inexperto proletariado soviético, ¿de qué no será capaz el proletariado revolucionario reconstituido sobre unas premisas ya maduras y con mayor conciencia de las implicaciones de su misión histórica?

Es cierto que, con la gran industria socialista, la burguesía burocrática, inadvertida por el bolchevismo, verá liquidado a su homólogo privado y conquistará un suculento botín. El Estado será el engranaje que la nueva clase capitalista tome de un desconcertado proletariado que, habiendo cumplido su plan industrializador y recorrido así esa senda de negatividad, estará demasiado aturdido como para reconstituir su proyecto de emancipación y articular algo más que unos desesperados zarpazos contra un enemigo cuya presencia intuye pero que no consigue identificar. De este modo, y sin que ello estuviese fatalmente inscrito en su destino, el proletariado revolucionario se adormecerá definitivamente al son de la sinfonía de los ritmos de producción de su obra. Nos lega, no obstante, toda esa rica experiencia de transformación del mundo, que en esta ocasión hemos recorrido bajo una óptica particular y con la que es imperativo romper dialécticamente para rearmar a la última clase de la historia. Precisamente, que con su actividad subjetiva el proletariado haya agotado los instrumentos burgueses en los que se apoyó para desarrollar su praxis de clase independiente, nos sitúa en un punto de vista excepcional para analizar críticamente todo ese bagaje, conocer el estado del sujeto revolucionario ─el punto de partida en que nos deja el cierre del Ciclo de Octubre─ y constituir el próximo y definitivo Ciclo de la RPM, ahora sí, sobre bases enteramente proletarias. Tales son las paradojas de la dialéctica: del mismo modo que ese Gran Viraje hipotecó políticamente la revolución al tiempo que supuso toda una novedad histórica, nos sitúa ahora a nosotros ante la misión de negar la negación y decantar toda esa densa historicidad en el sujeto revolucionario que se conoce al tiempo que se (re)constituye, y cuya esencia ya no se entiende en función del Estado, del desarrollo de las fuerzas productivas o de cualquier otra ajena y fría forma de objetivismo, sino exclusivamente en función de sí mismo, como sujeto libre y autoconsciente que transforma transformándose. Es decir: como revolución.


Comité por la Reconstitución
Diciembre de 2017




Notas: