¡Retomar el camino de Octubre!

Un homenaje al Centenario de la Revolución Bolchevique

Unos y otros se reclaman sus herederos. Unos y otros compiten por ver quién denigra su memoria más y mejor. Con la vista puesta ya en el festejo común, se desempolvan los viejos bártulos y se les saca brillo a los mitos que ni siquiera el fracaso diario logra tumbar. Encogiéndose de hombros, el burócrata obrero, jefecillo-administrador de cualquier grupúsculo comunista, desenterrará una pléyade de efemérides con las que espera hacerse un hueco en la competencia de su saturado movimiento local. Quizá el folclore rojo pueda empujar hacia delante la gris cotidianidad de la interminable lucha de resistencia.

            Y es que unos y otros se dan cita este año: desde el gestor obrero de la esclavitud proletaria venido a menos hasta el efusivo pequeñoburgués despechado. ¡Glorioso Octubre! Todos encuentran un nicho en el mercado de la política radical gracias a su recuerdo. Tal es el reverso de su grandeza. A cien años de aquellos días que estremecieron el mundo, su sombra todavía es lo bastante larga como para acoger a todos los profetas del derrumbe, a todo ese musgo que vegeta pasivamente en la humedad y la podre de la sociedad burguesa. Por un momento, parece que esos unos y esos otros han encontrado un paraguas común bajo el que cobijarse. ¡La mayor sacudida revolucionaria que ha conocido la humanidad, devenida carpa del circo de la confraternización comunista! ¡El embate que trastornó los cimientos de la sociedad de clases, pervertido hasta ser convertido en un exánime fetiche! ¡La refutación práctica de todos los prejuicios espontaneístas, transmutada en cobertura descarada de esos mismos prejuicios!

            El proletariado, por su lado, sigue ahí abajo, ajeno a los tinglados con los que el revisionismo intenta, en vano, atraérselo. «Las masas nos darán un nuevo Octubre cuando su situación se haga insoportable». Así razonan nuestros mediocres oportunistas, eximiéndose a sí mismos de la responsabilidad de su propia bancarrota. Ya las masas harán algo cuando les convenga: la misma teología que hace de Octubre una espontánea epifanía convierte al proletariado en un Cristo que aún debe vivir una mayor mortificación de la carne para que se produzca una segunda venida. Como el mundo burgués al cual se deben, los administradores obreros de la esclavitud de las masas se entregan a las formas más nauseabundas de cinismo.

            Pero ello los delata. Su revolución nunca ha tenido vocación de romper con la lógica de lo existente. Más bien ha sido su colofón y su corona. La radicalidad discursiva viene a ser poco más que el excitante artificial que hace más ameno el repetitivo día a día de la realpolitik revisionista, de la lucha posible. No la niega, no la supera, sino que la presupone y completa, del mismo modo que el robo complementa la propiedad y proporciona al burgués un motivo para escandalizarse. Los festejos presuponen el espectáculo y la impotencia. Ya las masas harán. Ladina justificación del orden de cosas existente, ampararse en la triste excusa de que será el propio mundo esclavo quien proporcione a los esclavos los instrumentos de su emancipación. Ya las masas harán. Sea: acudamos al criterio de la práctica y comprobemos, pues, qué hicieron las masas aquel año tan señalado.

            Una vez desgastadas las ilusiones patrióticas que arrastraron a los hijos del campesino ruso a desangrarse en la carnicería imperialista de 1914, las clases populares del país de los zares se irguieron decididamente contra la autocracia, echándose en brazos de la democracia burguesa. Mencheviques y socialrevolucionarios, en alianza con el Partido Demócrata Constitucionalista, consiguieron levantar su república, la república de la burguesía, apoyándose en los instintos democráticos de las masas. Éstas, organizadas en los Soviets y armadas, mantenían un poder paralelo al del Gobierno Provisional, al cual cedían la iniciativa, dejándose llevar por las esperanzas legalistas y las promesas de una Asamblea Constituyente. Si agosto de 1914 fue el mes del fervor chovinista, febrero de 1917 fue el mes del desbocamiento de todas las fantasías pequeñoburguesas, de todas las ilusiones respecto a la posibilidad de construir en Rusia, «el país más libre del mundo», la democracia más amplia y más pura. La facilidad con la que el aparentemente inexpugnable bastión zarista fue barrido por la Revolución sólo pudo alimentarlas, decuplicar su fuerza y arraigarlas en el imaginario colectivo del agitado pueblo ruso. Fue en este fértil suelo donde germinó la república de Miliukov y Lvov, de Kerenski y Tsereteli.

            Pero el precario equilibrio de clases sobre el que se sostenía el Gobierno Provisional hubo de precipitar rápidamente los acontecimientos. Bajo la mendaz excusa de la «defensa de la patria», los representantes de la democracia burguesa y pequeñoburguesa en el gobierno prosiguieron la política de anexiones y pillaje imperialistas, desacreditándose cada vez más frente a las masas extenuadas por la guerra. A cada paso estaba más claro que los mencheviques y los socialrevolucionarios, colaboradores del partido de la gran burguesía y los terratenientes, sólo podían jugar el papel de pantalla de la dictadura contra la clase obrera y el campesinado, el papel de correa de transmisión del Poder burgués-terrateniente en el seno de las masas ─Soviets mediante. El ametrallamiento de las manifestaciones contra la guerra del 4 (17) de julio, en la que participaban obreros y soldados encabezados por el partido de Lenin, fue el toque de campana que probó que los políticos pequeñoburgueses estaban de hecho subordinados a la dictadura militar, a la cual se unieron entusiasmados para reprimir a los bolcheviques y a los obreros conscientes. El período del doble poder había llegado a su fin.

            «Las armas en manos del pueblo y éste libre de toda violencia exterior: tal era el fondo de la cuestión»[1]. Únicamente bajo esas condiciones era razonable pensar en un tránsito pacífico del Poder burgués del Gobierno Provisional al Poder de los Soviets, aún hegemonizados por el menchevismo y el populismo eserista. Pero con el paso de estos a la contrarrevolución en julio de 1917, tal alternativa se diluye definitivamente, transformándose los Soviets en los apoyos de masas de la dictadura burguesa. La consigna con la que los bolcheviques habían dirigido su actividad práctica en los meses precedentes, «¡todo el Poder a los Soviets!», deviene también contrarrevolucionaria, y es puesta fuera de circulación.

            El período siguiente vendrá a probar que, pese a ser los órganos de la más extensa democracia, los Soviets eran incapaces de frenar la contrarrevolución burguesa, siendo más bien su apoyo inconsciente. Los obreros y soldados organizados en ellos, obnubilados por las doradas promesas de unos políticos pequeñoburgueses cada vez más comprometidos con la reacción, son el principal vaso comunicante entre el Estado y las masas populares. Y Lenin es tajante en este momento: «mientras los obreros y los campesinos no comprendan que esos líderes son unos traidores, que es preciso echarlos, destituirlos de todos los cargos; mientras no comprendan eso, los trabajadores seguirán siendo inevitablemente esclavos de la burguesía»[2].

            Esta situación llegará a un punto culminante a finales de agosto, cuando el general Kornílov lleve a cabo una frustrada intentona de restauración monárquica. Es en este momento ─y no antes─ cuando la agitación bolchevique consigue ir calando entre las masas: se va asentando el convencimiento de que los representantes de la democracia pequeñoburguesa no pueden, en tiempos de guerra civil, ser otra cosa que un muro de contención frente a la implantación de la democracia de las masas obreras y campesinas, y que la otra alternativa es, inevitablemente, la dictadura de los espadones bonapartistas, como Kaledin o el propio Kornílov, aliados del entonces presidente del Gobierno Provisional Kerenski. Una idea se dibujaba en la mente colectiva de las masas, cada vez con más fuerza gracias a la agitación bolchevique y alimentada por las recientes experiencias contrarrevolucionarias y la kornilovada: o dictadura de los Soviets de obreros, campesinos y soldados con el único partido que ha probado estar por esta hasta el fin (el partido bolchevique); o restauración de la monarquía con el beneplácito tácito de los políticos pequeñoburgueses, demasiado pusilánimes para posicionarse por la dictadura de las amplias masas rusas sobre la minoría capitalista-terrateniente y su burocracia.

            Para el 25 de octubre (7 de noviembre) de 1917, el bolchevismo ya había ganado a la mayoría en los Soviets de Moscú y Petrogrado para el comunismo. La insurrección, cual marcha triunfal, inició una nueva fase de la guerra civil que más o menos larvadamente se venía desarrollando en Rusia desde la Revolución de Febrero. De las cenizas de la Revolución burguesa se levantó el fénix de la Revolución Proletaria.

            Ahora bien, nada más iluso que pensar, tras todo ese pequeño siglo XX de revoluciones proletarias, que la vanguardia bolchevique se haya limitado a ser la expresión consciente de un proceso inconsciente, como si el advenimiento de la Revolución de Octubre estuviese fatalmente inscrita en los sucesos posteriores a Febrero. La historia nos demuestra que la efervescencia del movimiento de masas es un elemento intrínseco de la Revolución burguesa. La marea de campesinos provenientes del agro desfeudalizado es el corazón de la Revolución democrática. Esa masa en eterna y espontánea agitación es el medio ambiente sobre el cual el orden burgués tiene que reinventarse continuamente; es esa negatividad que disuelve los románticos lazos naturales y que el naciente Estado capitalista canaliza incesantemente hacia la edificación positiva de su mundo. Los órganos de masas generados de manera espontánea en el curso de la lucha, su extensión y, finalmente, su progresivo acomodo al mundo dado una vez decrece la marea revolucionaria, lleva a la colusión con las fuerzas reaccionarias, a la integración de las clases potencialmente revolucionarias en la maquinaria del Estado burgués que emerge tras toda revolución antifeudal victoriosa. Ahí tenemos el ambiguo papel jugado por los Soviets antes de Octubre, su rol natural en ausencia de un factor independiente capaz de romper la maldición y la cadena. Y es precisamente en los grandes virajes históricos donde se plasma la lección práctica de que el temor por llevar la Revolución hasta el fin conduce inevitablemente a subordinarse al partido del orden y a trabajar, en los hechos, por el encuadramiento de las masas en el entramado económico y político que la burguesía construye para sí, por su confinamiento en los márgenes del mejor de los mundos posibles, que todos los «políticos realistas» de ayer y hoy se esfuerzan por edificar.

            Pero no basta, en estos oscuros tiempos de reacción, con limitarse a aseverar esta verdad. No basta con reconocer la enseñanza general de que la Revolución agudiza los antagonismos de clase, enfrentando en dos campos claramente deslindados a sus enemigos y a sus promotores. Es de todo punto imprescindible comprender que, en la Rusia de 1917, este marco revolucionario general fue traído a la historia por el auge espontáneo del movimiento de masas, al estilo de las grandes revoluciones burguesas precedentes. Pero, al contrario que en 1793 o en 1848, una nueva clase entraba en el proscenio: un proletariado revolucionario maduro, templado por decenios de experiencias revolucionarias y de confrontación con el conformismo de los líderes burgueses del movimiento obrero.

            ¿Proletariado revolucionario maduro en un país mayoritariamente campesino? En un momento en que todos los socialdemócratas de los países capitalistas avanzados confiaban en el natural desarrollo de la clase obrera sindicada hacia el socialismo, los bolcheviques se encontraron con que en Rusia ésta ni siquiera existía como tal. El leninismo surge y medra precisamente como respuesta de los revolucionarios rusos ante un panorama en el que la Revolución burguesa está pendiente pero donde todavía no se ha desarrollado la clase que podría llevarla hasta el final de la forma más consecuente. El atraso histórico del Imperio zarista obliga a los socialdemócratas rusos a asumir que, en un primer momento, no hay más proletariado revolucionario que su vanguardia, el sector de avanzada portador de esa teoría revolucionaria madurada a lo largo de más de un siglo de luchas obreras en Europa.

            El auge espontáneo del movimiento de masas en la Rusia preburguesa, de la mano del abismo a cuyo borde fue arrastrada la humanidad por la guerra imperialista, proporcionó a los bolcheviques el marco revolucionario general de actuación. Pero la capacidad de obrar como partido independiente, como fuerza de peso en la guerra de clases rusa e internacional, sólo pudo ser forjada a lo largo de 34 años (1883-1917) de combate contra el oportunismo y de progresiva definición de las tareas de la Revolución a partir de los principios generales desarrollados en base a decenios de experiencia del movimiento obrero internacional. Se trataba, ante todo, de la educación ideológica de los propios bolcheviques, de forjar cuadros que fuesen capaces de aplicar una línea revolucionaria solvente y orientada a engendrar revolución a una escala cada vez más amplia. Sólo así es posible comprender esa insistencia de Lenin en la educación de tanto la vanguardia como de las masas. Sólo así es posible comprender por qué después de cada viraje táctico, de cada victoria o de cada derrota, los bolcheviques se esforzaban por explicársela a los obreros, por relacionarla con la correlación de fuerzas de clase y dilucidar su conexión con las tareas de la Revolución. Sólo así es posible comprender, en definitiva, que las masas únicamente extraen lecciones revolucionarias de sus experiencias políticas a condición de que su vanguardia sea lo bastante capaz como para explicárselas y lo bastante audaz para llevarlas hasta sus últimas consecuencias, vinculándose efectivamente con el resto de la clase. Y esto es lo que prueba Octubre: que no fue un impersonal devenir histórico ni una argucia de la razón lo que hizo que el capitalismo ruso, la República burguesa, se derrumbara como un castillo de naipes bajo el empuje de los obreros y los campesinos armados. No: fue la revolución en la conciencia, tenazmente impulsada por los comunistas en el fragor de la lucha de clases, lo que llevó al proletariado ─sostén del capital en condiciones de vida burguesa normal─ a rebelarse contra los amos y echar por tierra todas las ilusiones, todos los fetiches que la sociedad de clases impone a sus esclavos.

            La ominosa sombra de lo viejo, de la atrasada Rusia, obligó a los bolcheviques a desarrollar lo nuevo, a empujar hacia adelante los tiempos que la marcha de los acontecimientos parecía imponer como un destino inapelable. Y lo que entró en la palestra de la historia como una respuesta aparentemente circunstancial y exclusivamente nacional a las condiciones autocráticas y semifeudales del desarrollo de la revolución en Rusia acabó por desbordar todos los esquemas de aquel marxismo acomodado a los despachos sindicales de la II Internacional, revelando esa ruptura la auténtica universalidad del leninismo. La ruptura: el proletariado arrastrando tras de sí a todos los oprimidos de la tierra, arrancándolos durante un fugaz mediodía de las garras de los ciclos objetivos de revalorización del capital, poniéndose a sí mismo como clase revolucionaria, como primera y única ley del desarrollo histórico y umbral de la humanidad emancipada.

            Ahí reside la auténtica trascendencia de la guerra de clases proletaria. La sociedad burguesa se funda sobre la anarquía, sobre el caos y la incesante asimilación de ese caos a un orden económico racional, mecánico. Recordemos el Manifiesto: la burguesía no puede subsistir sin revolucionar continuamente la producción. Todos los lazos, todas las vinculaciones personales, todos los vestigios de los modos de producción naturales, preburgueses, son disueltos por esta negatividad, cuya encarnación humana es el proletariado, la clase de los desposeídos, de los humillados. El comunismo asume este caos, pero no lo reconduce hacia el orden, hacia una nueva alienación, sino que lo lleva hasta el final, emancipando a la humanidad de todas las cadenas que la atan a lo dado, a lo exterior, sea éste el señor feudal, la tierra de la comunidad rural o los infinitos ciclos económicos del capital.

            Esta universalidad del comunismo retumba al tenor de las «salvas de los cañones de la Revolución de Octubre»[3] que despertaron a los pueblos de Asia y África de su letargo secular. Dejando de ser objetos de la historia, pasan a ser, junto al proletariado internacional, actores decididos de la misma. Los millones de oprimidos de las colonias y los países dependientes entraron en el camino de su liberación llevados de la mano por esa joven y vigorosa clase que recoge en sí los mejores frutos de la civilización. Sólo el proletariado revolucionario estaba dispuesto a llevar las propias luchas democrático-burguesas de las masas hasta el final, misión a la que los representantes de la ajada burguesía ya habían renunciado.

            Y no se piense que esto se refiere únicamente al orden de las luchas en las colonias. También la clase obrera mundial, aún como clase puramente económica, vio una espectacular explosión de sus formas de organización más elementales al calor de la ofensiva revolucionaria que desplegó Octubre. La tasa de afiliación sindical no sólo se disparó a partir de la Primera Guerra Mundial y hasta mediados de los años 20 ─coincidiendo con ese primer fogonazo de la Revolución Proletaria─; también la paulatina pérdida del horizonte revolucionario tras la Segunda Guerra Mundial fue correspondida, en gran parte de los países europeos, por un notable retroceso en la extensión de la organización sindical[4]. La vieja y gastada letanía economicista que presenta el sindicato como hábitat natural de los comunistas es demolida por la experiencia del Ciclo también en este sentido: no es el vigor del sindicato el preludio del alba revolucionaria, sino que ha sido esta la que ensanchó sus límites históricos más allá de lo que cabría esperar sin la concurrencia de una clase con conciencia para sí misma.

            Y es que, muy contrariamente a la mitología que promocionan nuestros revisionistas, la revolución no es una consecuencia de lo dado ni de su mudo crecimiento. Es, más bien, su fundamento y su esencia, su permanente e inquieto fondo, su más íntima razón de ser. Tal es la columna vertebral de la dialéctica: la revolución como fundamento de todo lo real, tanto en el orden natural como en el social. Ahí la ruptura, ahí el «salto cualitativo». Bajo su interesada lectura de la dialéctica, los comunistas sindicalistas llegan a la coherente conclusión de que hay que dedicarse a tareas no revolucionarias antes de poder «hacer la Revolución». Coherente con el mundo burgués, naturalmente. Porque si el revolucionario es aquél que toma partido por la ruptura, por la subversión de lo viejo de la forma más decidida, es forzoso comprender que las únicas tareas que los comunistas tienen por delante son precisamente las revolucionarias.

            ¿Y qué mejor ejemplo que Octubre para probarlo? La idea de que la revolución requiere otras tareas que no sean la revolución misma lleva a confluir con la tesis menchevique de que el proletariado, debido a las condiciones objetivas de la Rusia zarista y de la Rusia republicana, no podía hacer otra cosa que ceder el testigo de la dirección de las masas a la burguesía. Frente a ello, ya desde 1903 y en constante pugna contra la tendencia espontánea a abandonarse a la inercia de lo existente, se desarrolló el bolchevismo, como «corriente de pensamiento político y partido político»[5] portador de la revolución. Y véase cuán profundo es el impacto de esta sobre la realidad que los mencheviques tuvieron el triste honor de adelantarse al desarrollo del oportunismo en los países europeos avanzados. Definieron su fisionomía y llevaron sus ideas hasta el final con años de antelación a éstos, justamente debido al empuje que sobre ellos ejercieron las posiciones revolucionarias, obligándolos a explicitar todos sus matices y refinar su modus operandi. Esta particularidad de la maduración del oportunismo ruso anticipaba, en la esfera de la vanguardia proletaria, lo que posteriormente supondría el bolchevismo a escala nacional e internacional. Pocas pruebas hay tan elocuentes de la fortaleza de la ideología proletaria como ese poder trastocar todas las relaciones de clase en su entorno más inmediato para ir engendrando revolución a una escala cada vez mayor.

            Y ésa es quizás la definición que mejor capta el espíritu del comunismo, el espíritu de todo lo nuevo que trajo Octubre: la revolución que no tiene otro presupuesto que la revolución misma, que no tiene nada a sus espaldas salvo la propia experiencia revolucionaria de toda la humanidad. Lo que, leído «al revés», quiere decir: todo lo que existe merece perecer, pues los comunistas no nos debemos a nada de este mundo. Pero ese «merece» impone una condición: la podre del viejo orden no va a ser barrida por un inexorable viento de la historia, sino por la voluntad consciente del proletariado de hacerla perecer efectivamente, de querer llevar a cabo la condena a la que ese merecimiento impele. Por su propia forma, Octubre derriba todos los mitos del credo burgués. La guerra no es, en el imaginario capitalista, más que la respuesta a un estímulo externo. Acostumbrado a ver el mundo a través de las lentes del naturalismo mecanicista, disuelve toda su riqueza en una cadena de acción-reacción. Busca la razón de la guerra y de la revolución en la etnia, en la nacionalidad, en la respuesta ciega e inmediata contra la opresión. Y más allá de toda esa irracionalidad, de todo ese reino animal del espíritu, del momentáneo trastocamiento del orden que toda guerra supone, está el buen burgués ilustrado, el ciudadano, cuyo sano juicio le permite, con un gesto de desdén, ponerse por encima de todo lo mundano y anhelar un beato estado de paz eterna.

            De igual forma razona el revisionismo. Educado en la incapacidad de ver en la lucha de clases más que ciclos económicos, sólo puede aspirar a integrar a la clase obrera en la racionalidad existente, en la imagen del mundo que condena a la humanidad a ser un ente pasivo sometido a los estímulos provenientes del exterior: el obrero acosado por la patronal tiende naturalmente a reclamar lo que es suyo, y ahí estaría la semilla del socialismo. Con este gesto, la ruptura que el comunismo supone para el desarrollo normal de la humanidad esclava es reintegrada en el mecanismo eterno del cosmos. La lucha de clases del proletariado no saldría, pues, de los cauces de éste; no buscaría abolir la realidad dada, sino perfeccionarla, limpiarla de impurezas.

            Pero Octubre pone ya un pie fuera de esta prehistoria de la humanidad que es la sociedad de clases. Octubre demuestra que el proletariado no cuenta con más que sus propias fuerzas, y que ni siquiera la cabezonería del curso regular y espontáneo de los acontecimientos puede sustituirlas. Tal es su ofrenda inmortal a los revolucionarios del mundo. Con ese atreverse, Octubre rompe los estrechos marcos en los que el revisionismo pretende encajonarlo. Demuestra prácticamente que la suprema libertad del ser humano consiste en decir no: decir no al falso amigo de un camino supuestamente ya trazado, decir no a la reducción del hombre a simple reflejo condicionado, decir no a seguir pasivamente los caprichos de un medio hostil. Decir no a toda fe, divina o secularizada, que mantenga viva la idea de una utópica realidad libre de contradicción, libre de desgarramiento. El comunismo, como doctrina de la emancipación universal, insiste vibrante: «nada de lo humano me es ajeno». Y, como la más alta expresión de la autoconciencia revolucionaria, sabe que todo lo humano, a día de hoy, pasa necesariamente por el proletariado; que la humanidad está históricamente determinada como proletariado; y que la primera piedra en el sendero de la emancipación no es otra que la voluntad del proletariado de decir no a lo que el mundo desgarrado ha hecho de él. Ésa, y no otra, es la lección universal de la Revolución de Octubre.




Notas: